La escapatoria
Aquella tarde, una bandada de pájaros cruzaba el cielo grisáceo y sus graznidos eran como un augurio de algo adverso. Yo volvía caminando del pueblo cargando en los brazos la compra semanal y, a cada paso que daba, un rayo lejano se dejaba atrapar por el trueno pocos segundos después. El trote de mis pisadas se fue acelerando al compás del ritmo arrebatado de mi corazón. No podía respirar, el aire se volvió viciado y denso. Luché por encontrar sosiego bajo aquel cielo plomizo que amenazaba con caer sobre mí como una pesada losa. Cada vez lo veía más cercano... El mundo se plegaba en torno a mí, y sin poderlo impedir, sentí ansiedad y recelo.
No queriendo contemplar las nubes que anunciaban lluvia, bajé la cabeza y fijé con la mente un punto en el espacio. Aunque mirase al suelo, sabía que mi instinto me llevaría a casa con la habilidad de un ciego, pero no pude evitar que a cada zancada nerviosa, el pánico clavara sus uñas con más certeza en mi ánimo, y al llegar frente al quicio de la puerta, el miedo ya se había apoderado de mis pensamientos por completo.
Dentro de la casa se podía respirar. El aire pesaba menos. Permanecí un rato mirando el espectáculo de luces y resonancias intimidatorias que se desarrollaban en el cielo. Los rayos y los truenos me amedrentaban pero lo que no podía soportar, era percibir en el aire la llegada de la lluvia. No sé por qué. Esa maldita lluvia fría que estaba a punto de caer mojándolo todo me angustiaba, como si me persiguiera, obligándome a contemplarla un millón de veces desde la ventana. Avivé el fuego de la chimenea que conservaba aún un agradable calor gracias al rescoldo matutino. Fui vaciando las bolsas en los armarios, y puse la tetera en el fuego.
Mis pensamientos se tornaron recuerdos mirando la llama del fogón de gas. Con sus chisporroteos incandescentes, olvidé la amenaza de la tormenta de forma gradual. No recuerdo qué pensaba cuando el pitido de la válvula me despertó de mis vacilaciones. Entonces me acordé de Roberto. ¿Dónde estaría? ¿Le habría sorprendido la tormenta en medio de la nada? Ya debería estar en casa.
Fuera, la lluvia caía sobre los campos secos, y yo, inquieta, avistaba el horizonte en busca de algún rastro de él por las ventanas. El agua ya desbordaba los linderos y mi corazón empezó a latir con premura. Quise poner excusas lógicas para la tardanza, mas cuando la noche sombreó la tarde, a cada trueno se me encogía el alma. El temporal arrastraba todo cuanto se interponía en su camino. Gran parte de lo que había sido mi huerto, en aquellos momentos, solo era un barrizal. Tenía que salir a buscarlo. Sin coger nada de la casa me aventuré a salir al prado. Lo llamé a gritos durante horas, hasta que prácticamente caí exhausta al suelo. No sé cuanto tiempo estuve desmayada, pero al despertar ya era noche cerrada.
En aquel instante maldije mi idea de vivir aislada del mundo. No tenía teléfono ni a quién pedir ayuda. El pueblo quedaba lejos y, con aquella tormenta, hubiese sido imposible llegar. Sola y derrotada como un capitán que se queda el último ante el desastre, regresé hundida a casa. Una extraña pereza se apodero de mi cuerpo. Mis músculos no me querían obedecer. Lentamente me cambié de ropa y cuando me secaba el pelo con una toalla frente al ventanal de la salita, un ruido venido del cielo estalló en el suelo, descargando en él, toda la rabia del averno. La casa tembló durante unos segundos, luego, poco a poco, encontró equilibrio nuevamente.
La tormenta, lejos de amainar, soplaba con más dureza contra los tablones de madera y por cada resquicio que el tiempo había horadado en ella, el frío entraba silbando de manera siniestra. Por los cristales veía los campos anegados de agua y los árboles desplomados por el castigo del vendaval. Qué extraña parece la naturaleza cuando nos espanta, sin embargo, deberíamos verla con la misma llaneza con la que nos admiramos de la forma de una montaña moldeada por el viento, o con la misma emoción que escuchamos en trinar de un pájaro o el sonido vivo de un manantial. Todo forma parte de ella. La armonía del Tao, el yin y el yang.
Fueron pasando las horas en el reloj de cuco de la salita. Aquel pájaro cobarde cada vez se arriesgaba menos a salir del hogar, como si temiese que sus alas de madera se le fuesen a mojar. La noche se hizo eterna en mi pecho... ¿Qué habría sido de él? Me lo imaginaba extraviado y abatido en el campo con la humedad metida hasta los huesos. Acerqué el sofá al ventanal y eché algunos troncos a la chimenea. Descorrí al máximo las cortinas y me tumbé contemplando la noche sin estrellas en espera de que él volviera. Lloré. Lloré todas las lágrimas que tenía dentro, y al amanecer, con la aurora despertando detrás de las colinas empantanadas, me fui quedando dormida.
Eran las tres de la tarde cuando desperté angustiada. Miré a mí alrededor y no vi su gabán en el perchero, tampoco note su olor en la casa. Aún permanecía fuera. ¿Dónde estaría? Otra vez las lágrimas empezaron a resbalar por mi rostro. Pero, esta vez, no eran lágrimas normales. Sólo era exceso de líquido en mi interior. No sentía dolor, ni tristeza, era algo fisiológico, una necesitad del cuerpo que yo no podía evitar. Quién sabe si durante ese tiempo me había sucedido algo de lo que no era consciente que se traducía ahora, en aquel salobre fluido físico.
Tomé una taza de té caliente y salí fuera. El agua ya caía sumisa en diminutas gotas sobre el tejado. Lluvia y muerte siempre van juntas en mi mente. Quizás, entonces solo lloraba rememorando viejos lutos. Todo lo que podía divisar con la vista estaba baldío y desolado... y Roberto no estaba conmigo. Sentí dentro de mí una calma quebradiza mientras intuía que aún había esperanza. Seguramente estuviese en la casa de algún vecino tomando café caliente mientras yo desvariaba con hipótesis aciagas. Sí, eso sería. Sería eso.
Como si estuviese arrepentido del destrozo causado, a las cinco de la tarde el tiempo cambio de súbito. Las nubes ennegrecidas se fueron alejando movidas por una suave brisa, y el sol, que llevaba desaparecido desde el día anterior, ocupando su lugar en el firmamento, calentaba iluminando con fervor el enorme lodazal que había dejado la fuerte lluvia a su paso.
Pude entonces ir al pueblo y preguntar por él. Pero nadie me dio noticias alentadoras. La mayoría hacía meses que no lo veían. Él era así. Encerrado en su mundo sin prestar atención a los demás. Nunca le interesó mantener una vida social normal. Su mundo era yo, me decía siempre, y con el paso de los años se había vuelto un asceta solitario. Invariablemente era yo la que bajaba a comprar provisiones, o a hacer cualquier recado. Él se pasaba las horas trabajando con sus traducciones de libros antiguos en el desván y sólo salía dos días al mes a llevar las traducciones a la capital y a recoger el cheque de los honorarios. El día anterior fue uno de esos.
El camino del pueblo estaba todavía enfangado y decidí ir por el camino viejo, monte a través, subiendo la Loma de los Abedules Plateados, desde donde se veía las tierras de la nueva maestra del pueblo. Los viejos árboles, por suerte habían aguantado el temporal, solo algunas ramas pequeñas se veían cortadas y arremolinadas en el declive de la loma. Aproveché el viaje para recoger hojas de abedul y ortigas para preparar ungüentos y, ya me marchaba cuando al trasluz, por entre el espeso ramaje, vi un coche aparcado en la puerta. Un coche igual que el de Roberto. Entonces mis ojos sonrieron de la alegría. Roberto estaba a salvo.
Corrí ladera abajo todo cuanto me dieron las piernas. Solamente quería volverlo a ver. En el dintel, me paré unos segundos antes de llamar. No quería que la maestra me viese tan alterada. Era una mujer de ciudad y había recorrido mucho mundo. Seguro que al verme respirando con dificultad, pondría esa sonrisita de superioridad que ponía a todo aquel que, o no había salido del pueblo, o no había cursado estudios, o ambas cosas como me sucedía a mí. De todas las casas del pueblo, Roberto había ido a refugiarse en aquella. Sabiendo los dos qué arrogante era Brígida, la maestra, cuando volviésemos a casa, nos reiríamos de la ocurrencia.
A punto estuve de timbrar. Pero unas palabras melosas de Roberto, me lo impidieron. ¿A quién llamaba vida si su vida era yo? Me acerqué a la ventana y los vi. Roberto se ponía el sombrero y el gabán, mientras que la puta de Brígida se los volvía a quitar. No quiero irme, cielo, fue lo último que escuché de su boca antes de empezar a correr. Corría huyendo de él. Corría huyendo de mí. Al llegara casa me di cuenta de que no podía huir... No podía esconderme para siempre.
Roberto tardó en aparecer y cuando llegó, ya me había dado una ducha y me había cortado el pelo. Al contrario que a él, a mí siempre me gustó tenerlo corto. Ese día aproveché la Luna menguante para que me creciera más despacio y no tener que estar retocándolo cada dos por tres. Lo esperé en el desván y le dije sube cariño, en el momento que lo oí vocear mi nombre. Yo estaba limpiando sus cosas: libracos, cuadernos, lápices, un telescopio roto, un sillón cojo de un rey Luís no sé cuántos, un calidoscopio... Roberto era un ser simétrico, atesoraba objetos valiosos y útiles, en la misma cantidad que arrinconaba trastos quebrados e inútiles. Supongo que esa misma simetría era la que le llevaba ante mí o ante Brígida. Creo que cuando me vio con la melena cortaba, sentada en su sillón cojo, limpiando el viejo Springfield, adivinó que yo lo sabía y lo que iba a suceder.
—Hola, Estela, supongo que querrás una explicación... la hay.
—Ni te la pedí, ni la quiero —dije aguantando las lágrimas en el lagrimal para que no se diera cuenta que mi aptitud fría era totalmente impostada. No quería escuchar sucias mentiras y no esperé a que me hablara...
Cayó la noche, esta vez, apacible después de la tempestad, y me dispuse a pasarla con una nueva esperanza... Quizás algún día regresara el Roberto que yo conocía. En este momento recuerdo, una mañana imprecisa como aquella del temporal, cuando mandándole un beso vi su silueta acercándose al automóvil que lo alejó de mí para siempre. Es curioso cómo pasa todo...
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Roberto finalmente regresó a casa en el momento que estallaba la tormenta. Los rayos estaban cada vez más próximos y se vio envuelto en una lluvia torrencial. La mañana había sido un coñazo. La secretaria de la editorial no había ido al trabajo, por lo tanto el cheque no estaba preparado, ni el banco abierto cuando lo estuvo, así que hubo de esperar a que su jefe cerrase la caja del día para cobrar en metálico. Aún le quedaba una hora de trayecto cuando se vio obligado a parar. Imposible seguir la marcha. La carretera estaba completamente intransitable, y tomó el atajo de la Loma de los Abedules Plateados. La trocha estaba peor que la carretera. Suerte que a pocos metros estaba la casa de Brígida y se podía refugiar. Lo único que le preocupaba era cómo podía avisar a Estela. Estela, su dulce Estela estaría pasándolo mal. Le dieron ganas de aparcar el coche y seguir a pie, pero las palabras prudentes de la maestra, consiguieron detenerle.
No fue una buena noche para él. Como sabía que no podría pegar ojo, se sentó en un sillón al lado de la ventana mirando el cielo. Sólo podía pensar en Estela. ¿Cómo estaría? Aquella mañana al dirigirse al automóvil, ella le mandó un beso volador y él lo recogió entre las manos, aún lo llevaba guardado en el bolsillo de la chaqueta.
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Brígida estaba nerviosa. No estaba bien visto que un hombre se quedase a dormir en la casa de una mujer soltera. Ella era nueva por allí, no se sabía los acordes, pero se sabía de sobra la letra. Si alguien lo viese salir se estaría jugando el empleo, y por consiguiente, las habichuelas. Por otra parte, apenas si conocía al traductor. Tenía fama de anacoreta y se había casado con una aldeana yerbatera. Buena mezcla, pensó. Perfectamente podría ser un psicópata enfermizo, o un violador... Así que para curarse en salud, en la taza de café que le ofreció, le puso unos cuantos sedantes. Ni eso la tranquilizó. Hasta bien entrada la madrugada, no pudo alcanzar el sueño.
Sonaban cuatro campanadas en el reloj de la salita en el instante que Brígida despertó. Estaba en la planta de arriba, tumbada en la cama sin acordarse ni un instante del auxiliado de la salita. No fue hasta que se calzó las zapatillas, se abrigó con una bata guateada y se agarró al pasamano de la escalera que lo recordó, y drásticamente, el recuerdo la sobrecogió. ¿Aún tendría al extraño en su casa? Era muy tarde. Tal vez el cenobita presunto violador ya se hubiese marchado. Bajó despacio y lo vio en el suelo desmayado... Inmediatamente pensó en las pastillas. Le había resultado difícil calcular la dosis exacta para un hombre, además, tan grande como aquel que seguramente pesaría más de cien kilos, cuando ella, no rebasaba ni cincuenta, y con sólo un comprimido le bastaba para dormir toda la noche.
Intentó ponerlo de pie pero únicamente consiguió levantarle los brazos. ¿Estaría muerto? ¡Dios, mío!, gritó, qué he hecho. Ese grito fue suficiente para despertar al durmiente... Pero ponerlo de pie era otra cosa. Estuvo golpeándole en la cara y llamándolo por su nombre, pero él sólo sonreía e intentaba besarla llamándole Estela. Hasta una hora y tres cafés sin droga más tarde, el narcotizado no se reincorporó. Aún de pie, seguía confundido y negándose a marchar. .. Se puso muy pesado con eso. Cuando le llamó: cari, vida y unos cuantos vocablos amorosos, y se puso el gabán al revés, y el sombrero torcido... Brígida comprendió que aquel hombre no estaba en condiciones para marchar a ningún sitio. Se los quitó y llevándolo al sofá, lo recostó como buenamente pudo. Si se llevaba a saber del casi homicidio impremeditado, aunque imprudente, tras de su corta estancia en el pueblo, tendría que pasar una larga estancia en la cárcel.
Roberto, al despertar posteriormente, no sabía dónde estaba. Esos muebles, esas cortinas... no le resultaban familiares. Pero al ver la cara asustada de Brígida, lo recordó todo... o, casi todo. Él se quedó dormido en un sillón cerca de la ventana, y no tenía ni idea de como había llegado al sofá.
La maestra se lo explicó a su manera pues, de ninguna forma podía confesarle lo de las pastillas, y achacó su falta de recuerdos a una fiebre infernal que le mantuvo tumbado en el sofá toda la noche. Roberto le dio las gracias avergonzado y le pidió perdón por haber sido un invitado tan molesto. Luego se despidió y condujo veloz hasta su casa.
Sacó las llaves para abrir la puerta pero ya estaba abierta. Le extraño que Estela no le recibiese... Necesariamente tendría que haber oído el motor del coche. Miró al perchero de la entrada. Allí estaban su chubasquero y, al lado, sus botas de agua embarradas. Quizás estuviese en el baño, fue y nada... ¡Qué extraño!, recapacitó y se dispuso a llamarla. Su voz dulce y cantarina le respondió desde el desván, y pensó que seguramente se refugió allí para sentirse más segura. Su pobre niña... Ahora se arrepintió de haber hecho caso a Brígida. Lamentaba en su interior no haber caminado hasta casa, y haber dejado tanto tiempo sola a Estela.
Subió los estrechos peldaños de la escalera de madera del desván, y uno a uno, crujieron a su pasó. Empujó la puerta semiabierta y allí estaba la tierna Estela sentada en su sillón, sin la larga melena que él adoraba... En un suspiro lo entendió todo. Lo había dado por muerto y ahora no entendía, cómo sin estarlo, llegaba tan tarde y tranquilo. Se lo intentó explicar pero no tuvo tiempo... Vio un fogonazo, escuchó un disparo y se desvaneció subiendo al cielo.
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Roberto no podía creer que estuviese muerto por más que San Pedro quisiera llevarle adentro. Se negaba a entrar, porque afirmaba que alguien se había equivocado o, debía ser un error burocrático... Estela, jamás, haría eso.
San Pedro, aún sin tener prisa, tomó cartas en el asunto. Por su oficio, ya había tratado con más pesados de aquellos y sabía que seguiría erre que erre por toda la eternidad a menos que le pusieran un vídeo. Aún así, el hombre no podía entender cómo su mujer había supuesto eso. Lo que dijo de una tal Brígida no se pudo oír porque en el cielo, todos los insultos, son censurados con silencio.
Roberto se cerró en banda, rehusando a asumir que de esa forma absurda se había cegado su vida... No era justo, y por milésima vez no quiso entrar en la gloria. Suplicó y suplicó por otra oportunidad de volver a estar vivo, hasta que todos los Santos del Cielo le hablaron de la escapatoria. Era el único recurso para aquellos que dejaron algo por concluir, le dijeron, pero rara vez funcionaba... siempre volvían pronto y con la tarea aún por hacer, a pesar de que podía utilizarse infinitas veces.
San Pedro le dejó intentarlo, pero con la condición de que al regresar no podría recordar que estuvo muerto, ni nada de lo vivido después de esa fecha. Roberto aceptó sin entender muy bien lo que le decían. En el momento de partir, cuando ya se desvanecía, algunos ángeles le decían que no lo hiciese porque todos regresaban con la misma cara de confusión con la que llegaron al paraíso.
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Roberto finalmente regresó a casa en el momento que estallaba la tormenta. Los rayos estaban cada vez más próximos y se vio envuelto en una lluvia torrencial. La mañana había sido un coñazo. La secretaria de la editorial no había ido al trabajo, por lo tanto el cheque no estaba preparado, ni el banco abierto cuando lo estuvo, así que hubo de esperar a que su jefe cerrase la caja del día para cobrar en metálico. ..