Artista gráfico: Rodolphe Simeon
El contemplador
Faltaban aún... ¿Cuánto? ¡Treinta minutos! Como siempre, su invitado había llegado bastante antes a la cita. Esta vez era una mujer joven de aspecto aniñado. Son las mejores, pensó. Ella, pese al llegar con antelación, estuvo esperando bajo el soportal antes de golpear tres veces la aldaba. Era la contraseña. Estaba nerviosa. Por eso prefirió hacer tiempo para reunir el valor suficiente con el que afrontar la situación. Él la dejó hacer. El intercambio no corría prisa, así que aprovechó la espera para preparar las palabras justas. ¿Cómo hacer un trato sin que la dulce joven sospechase que iba a morir?
Difícil. Aunque de un tiempo a esta parte se había convertido en alguien frío y esa frialdad, a priori, le pareció terrible, luego se acostumbró. Eran ya muchos los tratos. Él siempre compraba y ellos siempre vendían. ¡Toc, toc, toc! Llegó la hora. Con paso decidido se dirigió hacia la puerta y a punto estuvo de caer al suelo por la debilidad de sus viejas y reumáticas piernas. Necesitaba hacer ese intercambio con urgencia. Eso lo puso tenso y sudoroso. Dio un grito de ya voy mientras se recompuso el semblante. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón. Se secó la cara, y caminó, ya más calmado, hacia el recibidor. Abrió la puerta, y acogiendo con un halago y una sonrisa a la joven, le pidió que pasase a la salita. Había preparado café y ambos se sentaron alrededor de la mesa camilla. Ninguno parecía dispuesto a comenzar.
Ella bebía entre sonrojos y él se arrellanó en la silla cruzando las piernas para que la muchacha no viera como le temblaban. Bebió preparando el momento en que le propondría el asunto. Aquel hombre tenía una rara afición, era coleccionista de sueños. Nadie rechazaba su propuesta. Lo planteaba tan fácil: ganar dinero por vender un sueño. Aun así, seguía poniéndose alterado al contemplar le remota posibilidad del rechazo. No podía permitírselo. Las personas no valoraban en nada sus sueños, los tenían guardados en polvorientos desvanes. Él los cuidaba, les daba nombre y los clasificaba meticulosamente en cajitas donde era fácil encontrarlos. Solo tenía que sentarse en un lugar cómodo, elegir un sueño, abrirlo y, este, se alzaba expandiéndose y difuminándose en el aire. Las imágenes empezaban a acontecer delante de él, a su alrededor. Era lo más cercano que podía estar de un sueño.
El contemplador había sido un niño enfermizo y falto de ilusión. Aún lo era cuando descubrió la verdad. Los demás veían cosas fantásticas dentro de sus mentes que les hacían estar sanos y sonrientes. Todos soñaban. Niños y mayores. Todos menos él. Fue entonces cuando decidió comprarlos y con el primero se dio cuenta del poder que tenían. Le dio vitalidad. Le hizo rejuvenecer. Luego, ya no pudo parar. Era algo mágico poder contemplar los sueños de otros. En cierta manera, era como vivirlos. No había cosa en el mundo que le hiciese disfrutar tanto. Siempre le pareció una lástima que sus antiguos propietarios no hubiesen intentado hacerlos realidad cuando les pertenecían. Solamente cuando se veían despojados de ellos, les tomaban aprecio. Cada vez más. Hasta un punto se entristecían que, al cabo del tiempo inevitablemente morían.
© Ainhoa Núñez
Qué raro..qué inquietante! Me pareció una idea original y aterradora...Qué seriamos sin sueños?
ResponderEliminarAutómatas, seres sin alma...o quién sabe,qué fantasmas se desenterrarían si no pudiésemos soñar!