Blog con derechos de autor

Mostrando entradas con la etiqueta narración. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta narración. Mostrar todas las entradas

miércoles, 24 de julio de 2013

Sé quien eres

Ilustración digital de la artista gráfica puñués, noche oscura y soledad
 Entropía by Puñués


Sé quien eres. Hace tiempo que nos observamos. Dime tú. ¿Cómo sabemos que sólo por estar aquí, leyendo o escribiendo estas líneas, o al respirar, en el momento que entramos a este blog, o en el primer café de la mañana, no hemos puesto en marcha los acontecimientos que algún día nos llevarán a la muerte? Dentro de 50 años, de 20, de 10, mañana, incluso, hoy. No lo sabemos. Decimos que la hora de la muerte no se puede predecir, y al así decirlo, nos imaginamos que, esa hora, está en un futuro oscuro y distante, a nadie se le ocurre pensar que tenga algo que ver con el día que acaba de empezar, o con la última elección que han tomado y que la muerte pueda atraparnos en este mismo momento. Si en esta misma frase empezáramos a morir, al llegar a la segunda coma, nuestra respiración se aceleraría cada vez más, haciendo inevitable que en la última palabra encontremos la muerte

© Ainhoa Núñez Reyes

sábado, 6 de julio de 2013

Lo que nunca había entendido

ilustración digital, artista puñués, muerte en un callejón, carne de cañón
Carne de cañón by Puñués


Me estoy muriendo. 

Cierro los ojos. Mi pecho expulsa con dificultad un tímido aliento. Todo se vuelve oscuridad.

Los edificios, testigos mudos, se alzan inmóviles en la negrura de la noche, insensibles a mi sufrimiento. No sé si veo o imagino los rostros de curiosos que se asoman por las ventanas, momentos antes, vacías. 

¿Están? 

¿Me miran? 

¿Estoy?

¿Los miro?

A lo lejos se abre una puerta. Las luces están encendidas y puedo oír la voz de mi madre llamándome para cenar. Deseo estar allí. Levantarme y caminar hacia mi hogar. Sonrío. No pienso en nada. Me siento seguro, feliz de haber vuelto.

No hace ni media hora que salí de casa, y ahora mi cuerpo, tirado en la acera, se enfría rápidamente.

Nunca lo había entendido. Las ausencias, los deseos, las pérdidas, lo fácil, lo difícil, los líos… todos son uno. Nada es bueno o malo. Forman parte de lo mismo. En igual medida, en la misma proporción siempre son positivos. Vivir, vivir es positivo.

Debería haber sido fácil. Te atracan en un callejón, entregas lo que tengas y final de la historia. Sin disparos, sin sangre, sin víctimas. Pero a veces las cosas se complican.

Yo amo. Recuerdo una niñez feliz con mis padres. Echaré de menos a los colegas. No soporto pensar que nunca más veré los ojos de Isabel, ni esa manera suya, tan particular, de recogerse el pelo. El sexo. Echaré de menos el sexo. Las peleas, la mayoría innecesarias. El repetido llanto de ella… qué ironía. La hice llorar en vida y me arrepiento casi muerto.

Cada vez me cuesta más respirar, y no obstante, lo que antes no había tenido ningún significado para mí, ahora lo tiene.

Me río por dentro. ¡Qué estúpido! ¿Ya está? ¿Todo se acaba?

No puede ser. Alojo una pequeña esperanza de que alguien llegue, de que alguien pueda ayudarme, pero las calles abren sus oscuras gargantas, vacías y silenciosas, como… muertas.

Miro al cielo. Apenas hay estrellas que me acompañen. Tengo frío. Pierdo fuerza en las manos. Las manos son mi último cartucho. Se mantienen húmedas y calientes tratando de taponar el agujero que se abre en mi vientre. 

Aquel hombre tenía una pistola y no la vi. Se la sacó mientras yo, asustado, cogía el dinero de la billetera.

Disparó. Caí al suelo. Luego, él recogió los billetes y la cartera… Se marchó dejándome tirado en el suelo. 

¿Por qué había hecho aquello?

No fue necesario. Al fin y al cabo, solo soy un simple ladrón. Intentaba ganarme la vida de la única forma que sabía.

©Ainhoa Núñez Reyes


viernes, 28 de junio de 2013

Daños menores

Seres superiores, hombres contemplativos, monjes
Ellos © Puñués


Los monjes ancianos del monasterio de la Bénisson-Dieu aceptaban con resignación las miserias de la vida, pero los más jóvenes, en cambio: parecían estar sumergidos en una continua frustración. No es difícil de comprender puesto que la mayoría de ellos eran religiosos por imposición. Pertenecían a la baja nobleza, y esa era la manera más barata y sencilla de dar prestancia social a las familias cargadas de hijos, en un mundo donde sólo el mayor, heredaba las riquezas del padre. No era de extrañar, las constantes guerras fratricidas, que ayudadas por los brotes de peste y más aún, la falta de higiene: desarbolaban el panorama social.

Pero eso al padre Arnaud, poco le importaba. De hecho a él, sólo le competía, aviar la despensa con los diezmos de los campesinos y encargarse de la recolección de la cosecha del monasterio. Esa era su labor y prescindía de todo lo demás. Se podría decir que era un fiel ciervo del Señor y que cumplía al detalle cada obligación. Nunca descuidó un oficio por muy vespertino o mañanero que fuese. Nunca faltó al respeto, ni miro con desaire a nadie por muy descabellada que le pareciesen sus ideas y palabras, al contrario, se mostraba sereno y benevolente. Al fin y al cabo, era, por obra y gracia de Dios, el de más edad y juicio. 

Personalmente, no le gustaban los cambios. Solía decir que si Dios así lo había querido, ningún alto hombre, por sabio y pío que fuera, debía decidir lo contrario. Por eso, empezó a estar preocupado por la actitud ignominiosa del nuevo prior. Llegó a creer que tras varia semanas se calmarían los empeños del recién llegado y todo volvería a la normalidad y su dejadez pacifica y acostumbrada. Lejos de ello, se mostraba cruel y ofensivo: pasándose la jornada fustigando obstinado y irracional por todo lo que a él le parecían graves pecados, como la falta de limpieza en los establos y en la recamara común, la cual se negó a compartir encargando al carpintero una propia donde acomodar su jergón. Así fue como se apartó de la costumbre, hasta entonces arraigada, de compartir intimidad, ronquidos y hedores entre los hermanos. 

Pensaba Arnaud que, no conforme con tales aberraciones, obligarlos también a quitar las malas hierbas del piso de la iglesia, a lavar los hábitos y las barricas de vino, a defecar en la letrina, incluso, les exigía aseo mensual: cuando de todos es sabido que el gusto por el baño es poco piadoso y petulante... Era, del todo, corrompido y diabólico. Las abluciones, el cristiano justo las debe evitar ganando por ello en prudencia y en santidad. El agua, además de desagradable, podía ser mortal en las muchas enfermedades que provoca: una buena capa de mugre, protege, quitarla sería perversión insana. Por eso, el prior estaba enfermo. Nada tenía que ver las infusiones matutinas preparadas con reverencia por él, eso, sólo aceleraba los efectos nocivos del agua. En su magnificencia encontró el remedio más justo y sensato: la muerte rápida y compasiva de un hombre, contra la lenta y agónica de todo el monasterio.



© Ainhoa Núñez Reyes


lunes, 17 de junio de 2013

Una única respuesta



 desnuda y sola en la arena

                                      Una única respuesta




“Todas las familias felices son parecidas; todas las familias desdichadas son desdichadas a su modo.” Anna Karenina. Leon Tolstoi.



Era la primera vez, desde que abandoné la facultad, que regresaba a casa, si se puede decir a casa, al lugar donde presencié la caída en picado de todos y cada unos de mis sueños infantiles. Así que no fue el azar quien me recondujo a aquellos paramos de Castilla, sino el deseo de encontrar respuestas a tantas preguntas. Por muchos años, había evitado la confrontación, y, ahora quería tenerla. Era mi catarsis, la purga de los sentimientos que habían perturbado mi equilibrio nervioso desde pequeña, convirtiéndose en enfermedad. Sé que siempre he estado enferma del alma y en ese momento necesitaba ahuyentar a tantos fantasmas que rondaban mis noches.

Hay enfermedades que te matan rápido. Un plisplás y... Nadie se lo espera. Son las mejores. Luego cuando te recuerdan siempre dicen qué tragedia o con lo joven que era. Te convierten en santo o santa aunque fuésemos unos calaveras. Entonces dicen que te has perdido mucho porque te quedaba muchos años y que ha sido, una gran perdida. Morirse joven engrandece. En cambio, morirse de a poco, como antiguamente hacían los tísicos, te denigra. Luego cuando te recuerdan siempre dicen qué a gusto estará ahora o para estar sufriendo, mejor muerto. Esas dos varas de medir que existe en la muerte, también existe en la vida.




Si eres o aparentas ser simpático, cumples o simulas cumplir con las obligaciones y costumbres establecidas, no haces daño a otros o si se lo haces, los demás no se enteran, siempre dices la verdad o haces que tus mentiras sean creíbles, la vida te ira sobre ruedas.

Aún recuerdo al hombre hostil que era mi padre, y digo era, no porque ya no lo sea; sino porque el alzheimer lo borró por completo. Sigo pensando que si ocurriese un milagro o, un medicamento lo devolviese de nuevo a la realidad, seguiría siendo el de antaño: Hay cosas que nunca cambian por más que la vida lo intente.



Ahí estaba yo. Como un suicida acercándose el cañón a la boca. Mis latidos corrían rápido, procurando alcanzar a la sangre que galopaba inquieta detrás del pulmón. Ya no había vuelta a atrás. Un afán enfermizo de saber para seguir viviendo, me guía bajo las ruedas del tren; como la dulce e ingenua, Anna Karerina, sólo piensa en cómo será recordada mañana, cuando está a punto de morir.

Llamo a la puerta. Parece que nadie me oye. Golpeo con más fuerza y la madera retrocede con un quejido. Empujo despacio. Todo está silencioso. Los viejos muebles con las mismas viejas ralladuras. Las alfombras con las manchas conocidas. El tiempo mantuvo las cosas en igual modo que en mi memoria. Mi madre, sin duda, así lo había querido. En sus dos últimas cartas, rememora todo a su capricho. La soledad le hace creer que vivimos felices en aquella casa. Si no quería quedarme siempre con la duda, era el justo momento para preguntarle, por qué había dejado que mi padre abusara de mí. Mi corazón reclamaba un simple: “No me di cuenta”. No podía soportar la idea de que ella lo supiese. Es mi madre. Estuve dentro de ella y por ella volvía a casa. Pero aquí nadie me espera.

Suena la alarma de un reloj en la cocina.
-¿Mamá?

Me acerco y veo una nota sobre la encimera: “Apaga el horno y sube a tu habitación. Tengo preparada una sorpresa para ti”.

¡Vaya! Eso era todo. Ni un beso, ni un bienvenida. Subí los peldaños carcomidos por las pisadas, cansados de subir y bajar sin moverse del sitio. En la habitación sólo había una carta encima de la cama. Abrí el sobre y leí.

“Mi vida no tiene sentido. No encontré lo que buscaba y es por eso que ahora regreso al único lugar donde fui feliz para morir en paz.”

No podía creer que esas líneas estuviesen firmadas con mi nombre, y tampoco podía creer que mi madre me apuntase con una pistola desde el umbral.

-¿Por qué me dejaste sola con él? No lo harás nunca más. Viviremos juntas para siempre- y disparó.





© Ainhoa Núñez Reyes



Popular Posts