Si para recordar esta noche tuviese que
olvidar el resto de mi vida, sin lugar a dudas, lo olvidaría. Recordaría así,
la única noche que ha merecido la pena vivir. Ya dejaron de sonar los hirientes
alaridos de las sirenas acústicas que avisaban del peligro, y su sonido fue
sustituido por el redoblar esperanzado de las campanas de las iglesias que aún
quedan en pie.
Llegó
la paz tan súbitamente como se fue y. con ella, el cese del infierno de
metralla, cascotes y aire contaminado por los cadáveres de los caídos. Al final los círculos se cierran y los
caminos vuelven al punto de partida. El hombre vivía con odio y con odio murió.
Hoy, sólo quedan las cenizas del rencor cayendo lentamente sobre nuestras
cabezas.
Demasiadas
cosas acuden a mi mente. ¿Cómo podría poner en orden todas ellas si apenas
recuerdo cómo empezó? Durante mucho tiempo vivimos engañados, refugiados
cómodamente en el frágil manto de la paz.
Creímos
que nada podía estropear aquel sueño sostenido con hilos minúsculos y frágiles.
Presumíamos de ser seres elegidos, predestinados a la felicidad, sin miedo,
casi inmortales, y como si un halo luminoso nos separase de lo humano y nos
acercase a un tuteo cordial con los dioses: desfilábamos creyendo firmemente
que nada de esto podía suceder. Pero sucedió. Las rivalidades se convirtieron
en temor a otras formas de entender la vida y el temor, en odio. Nada ni nadie
podía evitar el desastre.
Ahora los pocos supervivientes entregamos al fuego las almas de los
muertos y buscamos, entre la enorme estela de los despropósitos humanos, un
camino que nos reconduzca a la vida compartida con ellos. Ellos. Tenemos que aprender
a vivir con los que hasta ahora eran enemigos. Me pregunto si seremos
capaces.
El
hombre atrapa sin vacilación alguna en una sola de sus células la inteligencia
con la más alta maestría, pero el sentido común, y ahí está el motivo de todos y
cada uno de nuestros males, se nos escapa por cada poro de la piel. Después de
mucho aprender, seguimos siendo unos pobres ignorantes, pues no aprehendimos el
enorme regalo de estar vivos. Somos bufones del orgullo, falsos
individualistas, prepotentes, pasajeros del tren de la locura. ¿Qué sentido
tuvo esto? ¿Hay algo que lo justifique?
Yo no alcanzo a verlo. Sólo sé que una noche la razón se fue a dormir y
ya no despertó.
Caminaba errante buscando agua y alimento cuando acerté con este paraje.
Un vergel. Al mirarlo, tuve que pellizcarme las piernas para sentir que la vida
no me había abandonado. Por encima del
horizonte, el atardecer del cielo estaba cubierto por una luz violácea
insondable. El aire fresco olía a enebro y a lavanda. La naturaleza estaba tan
bella como antaño, y lucía orgullosa sus imposibles colores como muestra de su
eterna grandeza.
Empecé
a caminar entre los matorrales. Me gustaba sentir en la piel el tacto húmedo de
las gotas de agua que impregnaban las hojas y los tallos verdes. En aquel
momento pensé que la guerra no había pasado por allí y que quizás me encontrase
en uno de los pocos paraísos que quedaban en el mundo. Posiblemente, el último.
Aquel pensamiento, lejos de alegrarme, me entristeció primero, luego, me
enfureció. Muchas veces había imaginado que todo era un mal sueño. Al
levantarme cada día comprendía que no había estado soñando. Aún así, cerraba
los ojos con fuerza y contaba hasta diez.
Siempre volvía a una vida que me aterraba. Con el tiempo aplicaba ese
método en cualquier ocasión. Cuando las bombas caían cerca, cerraba los ojos y
contaba. En alguna incursión enemiga, cuando la munición pasaba silbando los
oídos, cerraba los ojos y contaba… Nunca lograba evadirme por muchas series que
concatenase.
Por
fin había acabado todo. No más muertes, no más miedo. Estaba solo pero me
sentía acompañado. ¿Cuántos habían muerto para que yo viviese ese momento? Llegó el final. Jamás olvidaré a quienes no
lo vieron. Quería ser feliz por ellos. Reía, gritaba, cantaba... Pero, ¿qué
estaba haciendo? ¿Esperaba en serio reír, gritar, cantar por ellos? ¿Así de
fácil, y ya...? Necio. Ya nada seria igual.
La
rabia llegó de golpe haciéndome apretar puños y dientes. No podía soportarlo.
El paisaje se tambaleaba, se retorcía, giraba. La sensación de soledad me hacía
ver el mundo diferente. Me sentía inseguro, frágil... Nada me daba resguardo,
abrigo, sostén. La mera existencia me daba miedo...
Comencé
a correr, aunque me costaba trabajo adentrarme por el espeso ramaje. Correr,
correr. A cada zancada mis pensamientos locos volvían a la cordura. Correr sin
rumbo, sin prisa, sin preocupaciones Disfrutaba de cada latido del corazón, de
cada partícula de oxígeno que entraba en mi pulmón. Ese olor, esa paz, ese instante…
Tras largo rato de carrera, la cadencia acompasada de mi alma se
convirtió en un caos de sístoles y diástoles. Huía hacia adelante. Atrás dejaba
lo malo. El rencor, la duda, el hambre, la muerte... Corrí más rápido para que
no me pudiesen alcanzar, pero tenía que parar. Y si paraba, ¿acaso parara
todo?, ¿volverían las sirenas a sonar?, ¿se desvanecería el tacto húmedo de la
hierba, el perfume del olor? ¿Si paraba despertaría y seguiría la pesadilla?
¿La pesadilla era esto o, aquello…? Parar. No podía hacerlo.
Al
borde de la extenuación mis piernas querían detenerse, mi voluntad no. Resbalé cayendo bruscamente al suelo. Cerré
los ojos y me puse a contar esperando, esta vez, que, como siempre, el método
no funcionase.
El
verdor fresco de los estolones fue lo primero que vi a abrir los ojos de nuevo.
Nada parecía haber cambiado. Al incorporarme pude ver un cañamar y oír un
chapoteo conocido. Las ranas croaban en un arroyo cercano. Más adelante divisé
un huerto con árboles de frutos jugosos y apetecibles. Me acercaba a unas de
sus ramas para comer, cuando vi de soslayo una sombra que se guarecía sigilosa
detrás de unos arbustos. ¿Había
sobrevivido a la guerra y encontraba la muerte en aquel lugar?
Cualquier lugar es malo para morir. Doblé las rodillas dejándome caer
con los brazos extendidos, mientras, miraba a las estrellas esperando oír el
susurro inconmovible de la bala que me mataría. Pero nunca llegó. En su lugar
vino la cara de mujer más bella que mi corazón de hombre recordaba. Sus ojos,
sus cabellos y su piel, me decían que era enemiga. ¿Enemiga? Yo nunca quise
tener enemigos. Reincorporándome alcancé del árbol una manzana y se la ofrecí.
© Ainhoa Núñez Reyes
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