Si para recordar esta noche tuviese que
olvidar el resto de mi vida, sin lugar a dudas, lo olvidaría. Recordaría así,
la única noche que ha merecido la pena vivir. Ya dejaron de sonar los hirientes
alaridos de las sirenas acústicas que avisaban del peligro, y su sonido fue
sustituido por el redoblar esperanzado de las campanas de las iglesias que aún
quedan en pie.
Llegó
la paz tan súbitamente como se fue y. con ella, el cese del infierno de
metralla, cascotes y aire contaminado por los cadáveres de los caídos. Al final los círculos se cierran y los
caminos vuelven al punto de partida. El hombre vivía con odio y con odio murió.
Hoy, sólo quedan las cenizas del rencor cayendo lentamente sobre nuestras
cabezas.
Demasiadas
cosas acuden a mi mente. ¿Cómo podría poner en orden todas ellas si apenas
recuerdo cómo empezó? Durante mucho tiempo vivimos engañados, refugiados
cómodamente en el frágil manto de la paz.
Creímos
que nada podía estropear aquel sueño sostenido con hilos minúsculos y frágiles.
Presumíamos de ser seres elegidos, predestinados a la felicidad, sin miedo,
casi inmortales, y como si un halo luminoso nos separase de lo humano y nos
acercase a un tuteo cordial con los dioses: desfilábamos creyendo firmemente
que nada de esto podía suceder. Pero sucedió. Las rivalidades se convirtieron
en temor a otras formas de entender la vida y el temor, en odio. Nada ni nadie
podía evitar el desastre.