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domingo, 5 de abril de 2015

¿Qué aspecto tienen los monstruos?

monstruos, criaturas, espejo, feroz, relato, artículos, reflexión

¿Qué aspecto tienen los monstruos? ¿Qué o quiénes son? ¿Dónde se esconden cuando los buscamos?


Yo de monstruos sé mucho. Al principio mis monstruos eran horribles criaturas monoculares que de día se refugiaban en los armarios o debajo de la cama y cuando llegaba la oscuridad, súbitamente aparecían haciendo que me ocultase bajo las sábanas. Eran monstruos inmaduros y párvulos que crecieron al igual que yo. 

Con el paso del tiempo comprendí, como comprendemos todos, que los monstruos adultos no tienen un solo ojo sino miles de ellos para poder observarnos donde quiera que nos escondamos. Saben de nuestros secretos y temores más profundos porque se alimentan de ellos. Están presentes en cada momento de la vida, en cada gesto, en cada palabra que pronunciamos porque al crecer dejaron los armarios y ahora viven dentro de nosotros. 

A veces, esos monstruos nos dominan, ocupan la parte que nos toca vivir y por un momento somos más monstruos que nosotros mismos. Los monstruos no duermen, acechan detrás de cada parpadeo porque quieren más, mucho más porque los monstruos… los monstruos lo quieren todo. Y son más y más fuertes y nos conducen a situaciones inesperadas, a caminos equivocados que nos alejan de nuestro verdadero destino. Entonces vivimos una vida errada y absurda que nos vacía el alma por completo. 
Desesperanzados, los monstruos nos atrapan. Lo más fácil es dejarse ir. No luchar. No provocar a la bestia. Seguir conversando con personas que no nos aportan nada más que rutina y desencanto. Comer, trabajar y vivir sin sentir nada nuevo que encaje y tapone las brechas por donde se nos escapan las esperanzas y los sueños. Y dejamos pasar tantas cosas que, a menudo, son las únicas cosas que podemos recordar, como si fuesen solo ellas las que siempre nos importaron aunque supongamos que ya están lejanas y perdidas en el abismo de lo que pudo ser y no fue. Tempranamente muertas.
Sonreímos esperpénticamente frente al espejo, en una mueca de absurda espontaneidad, nos miramos y apenas podemos adivinar lo que esconde la cara que nos refleja y así, día tras día. Pero llega uno en que ya nada es suficiente. Todo carece de sentido y a la vez lo explica todo porque de repente nos vemos…
Nos vemos. Estamos ahí, ocultos en los armarios, escondidos, agazapados en la oscuridad como nuestros infantiles monstruos nocturnos y… ¡lo sabemos! Lo sabemos de golpe, sin anestesia, sin ya absurdos disimulos. Aparecemos. No era tan difícil averiguarlo si alguna vez hubiéramos querido saberlo. Somos los monstruos que crecieron y devoraron aquel niño asustadizo que se refugiaba de la oscuridad debajo de las sábanas. Poco a poco, nos convertimos en una criatura que nos aterroriza. Y ya no hay sonrisa absurda frente al espejo que oculte la verdad de los colmillos que disimulamos, ni las feroces garras de nuestras manos. Rugimos. Una educación equivocada es el más feroz de los monstruos.


©Ainhoa Núñez
MONTRUOS, ESPEJO. Criaturas, espejo, feroz, relato, artículos, reflexión.




viernes, 28 de noviembre de 2014

Celeste



Celeste no es un color ni una bóveda majestuosa que cobija y ampara, ni es eterna, ni una criatura angelical. Celeste es un alma atormentada, una sombra arrepentida, unos pasos sin sentido ni rumbo huyendo del tumulto de la tempestad. Celeste existe porque no respira, ni ríe a veces, ni habita, ni se balancea por los mismos círculos gastados que los demás. Y solo Celeste sabe que todo aquello que los otros  creen  cierto y asumen no es real. Ni el aire es aire ni se rompe en brisa, no brilla el sol ni tiene agua el mar. Celeste es la única que sabe que los vivos que se le aparecen, desconocen que no existen, que vivieron  y  dejaron de estar muertos muchos años atrás.


©Ainhoa Núñez Reyes

sábado, 27 de septiembre de 2014

Eva y Adán

     


 Si para recordar esta noche tuviese que olvidar el resto de mi vida, sin lugar a dudas, lo olvidaría. Recordaría así, la única noche que ha merecido la pena vivir. Ya dejaron de sonar los hirientes alaridos de las sirenas acústicas que avisaban del peligro, y su sonido fue sustituido por el redoblar esperanzado de las campanas de las iglesias que aún quedan en pie.
      Llegó la paz tan súbitamente como se fue y. con ella, el cese del infierno de metralla, cascotes y aire contaminado por los cadáveres de los caídos.  Al final los círculos se cierran y los caminos vuelven al punto de partida. El hombre vivía con odio y con odio murió. Hoy, sólo quedan las cenizas del rencor cayendo lentamente sobre nuestras cabezas.
      Demasiadas cosas acuden a mi mente. ¿Cómo podría poner en orden todas ellas si apenas recuerdo cómo empezó? Durante mucho tiempo vivimos engañados, refugiados cómodamente en el frágil manto de la paz.
      Creímos que nada podía estropear aquel sueño sostenido con hilos minúsculos y frágiles. Presumíamos de ser seres elegidos, predestinados a la felicidad, sin miedo, casi inmortales, y como si un halo luminoso nos separase de lo humano y nos acercase a un tuteo cordial con los dioses: desfilábamos creyendo firmemente que nada de esto podía suceder. Pero sucedió. Las rivalidades se convirtieron en temor a otras formas de entender la vida y el temor, en odio. Nada ni nadie podía evitar el desastre.

domingo, 1 de junio de 2014

¡Menuda noche de carnaval!

vampiro
Ilustración Vamp by Puñués


¡Menuda noche de carnaval!

De madrugada, en un callejón tenebroso, escuchas murmullos en la oscuridad. Se acercan: confusos, vagos, imprecisos. Alguien te llama… ¿no oyes? Pronuncian tu nombre. Giras la cabeza siguiendo el instinto. Nada. Será el viento frío. La noche tiene el don de hacer las cosas más intensas: las lecturas, los licores, el frío… ¡hasta el miedo asusta más! Esbozas una sonrisa con este pensamiento y te enfundas en un valor fingido mientras apresuras el paso. 

Estás a veinte metros del cajero automático, tu destino. Tus pasos taladran la calle mojada. Quince metros. Las hojas caídas braman a la fuerte ventolera. Diez metros. Detrás de ti, un alboroto metálico te aviva el pulso. Cinco metros. Unos gatos malhumorados maúllan violentos rebuscando manjar en los cubos de basura. Tres metros. Vuelves a escuchar tu nombre: no hay nadie detrás. Un metro. Sientes un roce en el cuello… Entras sofocado y cierras el pestillo. Miras hacia fuera. Sigues sin ver nada a través del cristal. Los nervios te traicionan; empiezas a reír. Tienes que calmarte y cuentas hasta diez. Uno, dos, tres. Jadeas. Cuatro, cinco. Inspiras y exhalas buscando la calma. Seis, siete, ocho. Respiras con normalidad. Nueve. Sonríes a tu reflejo en el cristal. Diez… Alguien se proyecta detrás.

A la mañana siguiente, David se despierta con un profundo dolor de cabeza. Sus huesos rechinan penosos ante la tenaz insistencia de sus músculos doloridos… ¡Menuda noche de carnaval! Está tan molido que le parece que un tren lo acabase de atropellar y cuando abre los ojos, se alegra mucho de no ver las vías… ¡Menuda noche de carnaval! Se incorpora entre bostezos. Estira los brazos al aire y, en ese momento se da cuenta de dónde está. ¿Qué pasó? Recuerda la borrachera, recuerda el frío y que se metió en un cajero automático para marinar la merluza*. Sólo muy vagamente aparecen atisbos de aquel señor. Entró descompuesto y descolorido… No recuerda más. Y allí sigue tumbado. Abre la puerta y se va.

Noticiario: Muere un hombre en un cajero de causas naturales, no obstante, la policía busca a un “vampiro” que fue visto salir del lugar.

* Dícese de las personas ebrias que gustan, además, de fumarse un porro.
©Ainhoa Núñez

miércoles, 15 de enero de 2014

Cadena perpetua

Cadena perpetua, relato


Cadena Perpetua
Cadena perpetua by M. Stanfond

Cadena perpetua


“Mi señora bienamada:



En este cautiverio mío donde las penas enraízan en las paredes y la soledad gotea descolorida en el cristal de las ventanas, un minuto se dilata hasta un año y  dibuja fracción a fracción cada célula, cada detalle de un recuerdo tuyo. Ágiles irrumpen tus huellas por el polvo de mis pisadas; poderosas se abalanzan sobre conciencia y alma, desmenuzándolas lentamente con manos párvulas. ¿Qué me depara ahora tu espíritu ruin y mi corazón atormentado? Ya pago lo que la ley humana pidió: duro castigo para un enamorado.

Maldigo el día que me conociste; pues bien sé que fui tu pesadilla, que durante años me apoderé de tu vida: quise ser Dios y crearte a mi manera. Era como poner cercas al aire o dividir el agua con los dedos: vanos propósitos sin puntales, sueños ufanos muertos nada más nacer. Mi engendro, poco a poco, se tornó destrucción: esperpento mezquino que miserable atesoraba palabras hirientes. Quebré tus sueños y un ser sin sueños es un bufón que se mira triste en el espejo, requerido a la desdicha, amamantando la boca hambrienta de la soledad, vacío y sin fondo.

Aún reverbera en el oído del tiempo tu dulce nombre, perpetuamente repetido por gargantas ermitañas y como acólito arrepentido, voy orando liturgias sin devoción al compás desgastado de mis latidos. Te maté por no ceñirte a mis antojos, por tu infiel afrenta al regalar a otros delicias guardando raposa para mí tus sabores más amargos.

Como la verdad es que yo hallé en ti más desdichas que benevolencias: te maté, y te mato, simplemente por despecho. Serás mía  como sombra y luz proyectando juntos inversamente todo lo que tu luz espanta” —recitaba el viejo cheposo subido a una silla de enea deshilachada. Y bajándose de ella se acercó silencioso y de forma teatral, al único espectador que le miraba. Sacó del bolsillo paulatinamente, centímetro a centímetro, la foto de un ruiseñor con las alas cortadas. Y guardándola con la misma parsimonia, continuó—. “Este que aquí veis, cumpliendo toda la vida de condena, pretendía ser poeta bienquerido y lo hubiere con creces conseguido, si no ahogase cada día a Erato en el fondo de una botella”.

—¡Estupendo, Diego! —exclamó el vigilante al otro lado de la reja— ¡Cada día me sorprendes más!

—¡Calla, cabrón! ¡No le animes que me toca relevarte! —gritó la voz alegre que se acercaba por la galería.

—¡Hombre, Marquitos! ¡Llegas tarde cómo siempre! —y al tiempo que recriminaba al compañero, depositaba dos cigarrillos en la mano que Diego extendía entre los barrotes.

El condenado se encorvó en su curvatura a modo de saludo, y aprovechando el gesto: rodó varias veces en el piso. Los vigilantes aún reían cuando, tras levantarse con dificultad y caminar los pocos metros de la celda: Diego extendía medio mareado nuevamente la mano.

Con un cigarrillo encendido en la boca, y tres, a buen recaudo: oyó cómo los avezados funcionarios, le llamaban puto loco. En cuanto desaparecieron: irguió por completo el esqueleto, aplastó con rabia la colilla contra el suelo, y murmuró grave entre dientes:

—Puto loco no… ¡puto vicio!





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LAS AUTORIDADES SANITARIAS ADVIERTEN QUE FUMAR ES MALO PARA SU SALUD Y PARA LA DE LOS QUE LE RODEAN

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© 2008, Ainhoa Núñez Reyes

Extraído del libro: El ingenio de la lámpara II
© 2008, Ainhoa Núñez Reyes
ISBN:978-1-4461-3882-3
DL: LEÓN-1075-2010
Impreso en España / Printed in Spain
Estos relatos están inscritos en el Registro General de la Propiedad Intelectual de León. Número de asiento 00/2009/669
bailarinas de ballet, pintura del cuerpo, arte, pintura, relatos, poesía, escultura, dibujo, carbocillo

viernes, 8 de noviembre de 2013

Pelusa bajo la cuna


  
ladrón, celos
Imagen: by AndyGarcia666

   

A pesar de que conocía todas las calles del barrio a la perfección, siempre deambulaba por ellas como un vagabundo temeroso y solitario. Sabía quién vivía en cada casa, pero lamentablemente para él, nunca fue invitado a ninguna. 

Los vecinos, al verlo, agriaban la mirada y retrocedían unos centímetros. Él se daba cuenta pero hacía como si no le importara frunciendo el ceño y guardando silencio.

La falta de afecto que sentía, le había llevado a adquirir malas costumbres y, constantemente, fisgoneaba detrás de los cristales por el mero hecho de matar el tiempo y molestar dando sustos a alguno. De esa forma tan triste y particular, el extraño se había convertido en un experto en las intimidades de los vecinos, conociendo sus puntos débiles, sus hábitos y sobre todo, los horarios que tenía cada uno.

Una tarde lluviosa de enero se refugió en el tejadillo de un ventanal y, entretanto mantenía pegada la cara al cristal, el frío le calaba los huesos. Sin ser observado por los habitantes del interior, a través de una ranura de la cortina de encaje beige, contemplaba una habitación de paredes azules decoradas con vivaces motivos pueriles. Un enorme baúl, un armario ropero, una cuna blanca y una pequeña cama turca... Sin duda era la alcoba de un niño. 

La habitación estaba vacía y silenciosa, como si nadie estuviera en la casa, pero el fisgón sabía que a esa hora estaban todos. No se equivocaba. Unos minutos después, una mujer joven entró paseando de acá para allá, haciendo esfuerzos por dormir a un bebé que mantenía estrechamente pegado a su cuerpo, mientras lo arrullaba y le daba cariñosos golpecitos en la espalda. 

El curioso, desde su posición, sólo podía ver, y eso lo atormentaba. No sabía porque tenía esa inmensa atracción por la feliz escena. No se salía de lo particular, pero le oprimía las tripas y le obligaba a aplastar con más fuerza la cara contra el ventanal, aunque no le sirviera de nada. Lo que la madre le decía a su hijo, no atravesaba el cristal. El mirón intuyó que seguramente sería alguna cancioncilla infantil. Aún así, él seguía restregándose magnetizado contra el vidrio. La mujer, por estar atenta al pequeño, no se daba cuenta de la vigilancia del fisgón que, apresuradamente, se dio la vuelta y se alejó malhumorado... Tenía que hacer algo. 

Dio una vuelta a la manzana intentando idear un plan para entrar en la casa sin ser visto y, buscando, buscando, encontró por dónde hacerlo. Saltó una valla de madera que protegía el jardín trasero y desde allí, atravesando el reverso de la casa, llegó hasta el portón del garaje. A un par de metros divisó una ventana en la planta baja que no estaba bien cerrada, y se introdujo sin ningún tipo de dificultad por ella. 

Ya estaba dentro, en la cocina de la vivienda. Sin llamar la atención, avanzó hasta la puerta que daba al pasillo. Tenía que tener cuidado, el dormitorio en el cual vio a la madre estaba cerca. Ahora ya sabía que la mujer simplemente tarareaba algunas estrofas infantiles, de esas cursis y ridículas que a él le enseñaron en la escuela. La escena le pareció tan vomitiva que estuvo a punto de ponerse a gritar. Pero calló, apretó los puños y no cesó un su empeño. Se le había metido entre ceja y ceja llegar a la habitación del recién nacido. Avanzó de puntillas pero las suelas de goma de sus zapatos rechinaban contra el suelo de tarima. Paró en seco y lentamente se descalzó con una habilidad que daba a entender que estaba acostumbrado a hacerlo. Con los zapatos en las manos y yendo sólo con los calcetines, la empresa le pareció más simple de lo esperado. 

Caminaba silente por el pasillo cuando vio a su izquierda una puerta entreabierta y se acercó hacia ella. En ese momento, tuvo que retroceder y esconderse detrás de un taquillón porque la mujer dejó de cantar levantándose para tirar en la cocina, un pañal sucio y maloliente al cubo de la basura. 

Apoyado a cuatro patas en la superficie de madera, se agazapaba haciéndose un ovillo contra el suelo, y esperó, en la misma posición, un buen rato a que la madre volviera, pero debía estar entretenida con algo que chisporroteaba y olía muy bien en la cocina. Tal vez, estuviera preparando la cena. En esos momentos, siempre dejaba al infante en la cuna... Era su oportunidad. 

Cuando estaba a punto de salir del escondite para continuar su camino hacia la habitación azul, oyó cómo se acercaban unos pasos... De la impresión, se le cortó el hálito en el pulmón. Si lo cazaban sería su fin. Se mantuvo inmóvil. En ese momento crujió una puerta, por suerte la más alejada de él, y entre bostezos un hombre barrigudo con aspecto desaliñado salió por ella arrastrando unas roídas zapatillas hasta el salón, encendió la televisión, y poco a poco, al sentirse seguro, el intruso recobró la respiración.

El ruido del aparato fue cómplice de sus fechorías. Era tanto el jaleo que afloraba de los altavoces, que aunque hubiese tropezado, nadie se percataría. Por eso ahora caminaba seguro dejando atrás, primero la cocina donde se preparaba la cena, y luego, el salón en el que unos soldados yanquis de impoluto azul, haciendo sonar la trompeta del Séptimo de Caballería, estaban a punto de arrebatar sus milenarias tierras a los indios con sus bellos penachos de plumas blancas en las cabezas.

Sin la menor idea de que su casa era visitada por alguien tal indeseable, la mujer y el hombre seguían con sus ocupaciones. El tal indeseable, por fin, se plantó en el umbral de la habitación azul y sintió un hormigueo en el estómago. Gratamente, en vez de molestarle, le encantaba. Allí estaba esa madeja de ropa y piel rosada, tan querida por los habitantes de la casa. Acurrucada en su cuna, chupándose el dedo pulgar como si nada. Entonces el entrometido recordó las veces que sus padres le habían reñido cuando él había hecho lo mismo... Todos no tenemos la misma suerte, pensó. Y paulatinamente, mientras más se daba cuenta de lo afortunada que era aquella criatura, más la odiaba. 

El bebé era tan guapo y estaba tan mono con ese gorro de rayas azules y rojas a juego con los patuquitos, que le entraron ganas de comérselo de manera literal. Se sentía feroz, feroz y pleno. Inmensamente regocijado por la idea de engullir esas carnes rosadas y prietas. La antropofagia ya había rondado por su cabeza con anterioridad, y curiosamente, siempre había deseado comerse un niño. 

Era preciso que el infante no emitiera ningún sonido. En aquel momento pensó en ahogarlo con un cojín o llevárselo por la ventana hacia dónde pudiese cometer la maldad que tenía pensada. Lejos de sus padres, seguramente, el bebé no estaría tan mono, ni tendría tantas ganas de chuparse el dedo... Así aprendería. 

En el instante que se aproximaba a su victima, pisó un patito amarillo de goma que estaba tirado en el suelo y con su peso, pitó tan rabioso que le pareció dolido. Asustado se alejó de la cuna, y se ocultó dentro del armario ropero, pero con las prisas no tuvo cuidado y una percha se desprendió de la barra metálica, cayéndosele encima. Aún así logró cerrar la puerta del mueble antes de que la mujer entrara por el umbral de la puerta. Ella encendió la luz alarmada por el ruido; vio al bebé durmiendo plácidamente, sonrió, apagó la luz, y se volvió a marchar de nuevo. 

El desatinado mirón había estado demasiado cerca del abismo, y en ese instante el vértigo se apodero de él... Espero unos minutos hasta decidirse a abrir la puerta del armario nuevamente y al hacerlo se desprendieron el resto de las perchas. 

Esa vez lo salvó el sonido de la túrmix que, milagrosamente, empezó a batir en el momento en que éstas chocaban ruidosamente contra el suelo. Quién había violentado la privacidad de la casa a punto de ser descubierto por segunda vez. Estaba siendo demasiado difícil. Tenía que hacerlo ya. Sin más, abriría la ventana, cogería al odioso bulto asalmonado y chupón, y juntos saltarían al exterior. Eso era lo que iba a hacer.

Una vez comprobado que podía actuar sin reparos, se adelantó teniendo cuidado de no volver a pisar el maldito patito y se plantó en dos zancadas delante de su presa. Luego tuvo que retroceder un par de pasos para observar mejor el mecanismo de la cuna. Por más que intentaba bajar la barandilla, ésta no descendía. 

¿El pestillo se había atascado? Entonces, con un gran esfuerzo saltó y se encaramó a los barrotes para hacerla bajar con su envergadura. Nada. ¡Qué no bajaba! Fastidiado por las circunstancias, saltó encima de ella repetidas veces y comenzó a doblar las rodillas para darse empuje. Nada tampoco. Era como franquear la Gran Muralla China. Al intentar encoger las piernas para seguir cogiendo propulsión, descuidó el pie derecho y lo introdujo con gran dolor entre los barrotes. Pero ni un sonido salió de sus cuerdas vocales. Si quiso gritar, ese grito, él mismo, lo ahogó en la garganta. 

Ahora se sentía presa de su presa. No había sido suficientemente prudente. No le gustaba tirar la toalla pero su situación era calamitosa. Y suerte que estaba sin zapatos, pues tras varios intentos logró liberarse el maltrecho pie que estaba muy colorado. Se sentó en el suelo y se quitó el calcetín con la intención de darse un masaje en la extremidad dolorida. Pero de repente oyó la voz cantarina de la madre que se avecinaba por el pasillo. No teniendo tiempo de pensar, se refugió enrollado sobre sí mismo debajo de la funesta cuna.

La mujer pasó delante de la habitación pero no entró. Su destino era la habitación contigua, de donde había salido el hombre desaliñado y arrastrapiés. Se oyó el clic del interruptor eléctrico y a la madre maldiciendo al varón por el desorden que salía del cuarto convencida de que el bulto de ropa sucia que cargaba tenía más nervio que su marido. Así se lo hizo saber con sus gritos. 

El hombre no estaba sordo, tuvo que oírlo, pero se arrellanó en el asiento e hizo caso omiso, como si fuera lo habitual: ver, oír y callar. Esa aptitud tan sabática, seguramente, perdurase toda la semana, porque su mudez parecía inflamar la sangre de su compañera, que exasperada, seguía vociferando incongruencias mientras avanzaba por el pasillo hasta la cocina. 

La mujer abrió la puerta del lavadero y dejó la ropa en la pileta para lavarla más tarde. Cerró la puerta y los ojos al mismo tiempo. Dejó de renegar y se mantuvo unos minutos el silencio... En aptitud reconcentrada, meditaba por dentro. 

A pesar de los pesares, ella había elegido esa vida y a ese marido que, desde novios, apuntaba maneras de vago. Abrió los ojos para cerciorarse de su realidad. Suspiró y aproximándose a una vitrina, cogió un vaso de café y se puso vino. Después de cada toma del lactante solía beber unos dedos de Sansón para recuperar fuerzas y producir más leche. Se sentó en una silla de formica al lado de la mesa y bebió tranquila pensando en lo qué cocinaría al día siguiente para almorzar. Hizo algunos cálculos económicos y ajustó el presupuesto en milésimas de segundos: Arroz con verduras y alitas de pollo, a esas alturas del mes, la ternera ni probarla. Apoyó los antebrazos en la mesa; y sosteniendo el vaso con ambas manos, bebía a sorbos diminutos como queriendo estirar el tiempo, hacer eterno aquel momento gratuito de felicidad. 

…Debería haber cerrado los ojos parecía decir su mirada al girar y ver en el suelo del pasillo un calcetín con un tomate vuelto y un sucio slip del revés. Apuró el líquido, se levantó y fregó el vaso sólo con agua, lo secó con un paño y lo dejó en el mismo lugar dónde lo encontró. Esas rutinas le daban sosiego y la mantenían relativamente cuerda. 

Iba a terminar de recuperar las piezas caídas, pero decidió continuar su viaje hacia la habitación del bebé y regresar luego.

Corriendo el riesgo de delatarse, pero intuyendo que la mujer no tardaría en entrar y ver aquel desorden de perchas caídas, el oculto visitante giró saliendo de debajo de la cuna como lo había visto hacer en las películas y, arrastrándose rápido, se guareció en el lateral del baúl, sitio estratégico, porque no estaba a la vista desde la entrada. En lo posible trataría de evitar cualquier enfrentamiento, especialmente antes de lograr su malvado cometido. Esperaría en silencio a los acontecimientos durante un rato. Esta vez, sí que sería prudente.

La madre durante un segundo tuvo algo parecido a una premonición, un mal augurio. Tenía la urgente necesidad de ir a ver cómo estaba su hijo. Por eso había dejado en el mismo sitio las inmundicias, y se dirigía a toda prisa a la habitación. Pero al pasar por delante del salón, la voz dulzona del varón que quería algo, le ronroneó: “¡Cariño, una cervecita por favor!” No hay nada como una petición amable para hacer flaquear las firmes decisiones de una mujer, y en vez de continuar en su nerviosa marcha, retrocedió girando hacia la cocina.

— ¿Fría?

—Por supuesto, amor... ¿Cuánto le queda a la cena?

—Ya está hecha. A ver si llega Tomasín...

—Habrá que salir a buscarlo. Cada día se entretiene más.

—¡Hombre, déjalo media hora! Estará jugando con sus amigos.

—Bueno, media hora más.

No habían transcurrido más de dos minutos cuando el “asaltacunas” oyó de nuevo pasos que se acercaban canturreando, esta vez, con un timbre y un soniquete diferente. El hombre entró en la habitación sin dar la luz, se dirigió a la cama turca y se tumbó sobre ella. Como respuesta a su enorme peso, el bastidor se hundió parcialmente, dejando escuchar un crujido semejante a una queja, que se repetía con cada movimiento que el hombre daba. En un par de minutos llegó la mujer y encendió la luz.

— ¿Qué haces ahí tumbado? ¿Ya te bebiste la cerveza?

—Sí.

— ¿Quieres otra?

—... Ahora quiero otra cosa...

—No, que el niño estará a punto de llegar —advirtió la mujer desde el umbral.

—Entra... encarguemos otro hermanito.

—No me acerco ni loca, ¡te conozco...! Y no hagas ruido que despiertas al bebé. Sal a buscar a Tomás mientras pongo la mesa.

La mujer se marchó apagando la luz y, diez minutos después el hombre se levantó, se encaminó a la salita y se sentó nuevamente en el sofá. 

El malhechor realmente estaba de suerte. Ambos habían estado en la estancia y no se percataron del estropicio. Y ahora, le habían dejado el campo libre durante unos minutos, los suficientes para realizar lo que se había propuesto. Estaba rabioso. Sí. Y su rabia había aumentado cuándo escuchó decir que querían hacer más hermanitos... Cómo si los niños crecieran de los árboles, o cómo si se pudiesen encargar en la panadería a igual que los bollitos. La actitud de aquellos padres insensatos, le disgustaba mucho.

El desconocido salió de su escondrijo e, instintivamente, fue a mirar el pasillo; ambos progenitores permanecían distraídos por sus labores. Por un instante se mantuvo estático debajo del dintel. Observó con satisfacción la cuna donde reposaba la criatura. Avanzó lentamente varios pasos y se detuvo a los pies del lecho infantil. Otra vez el cosquilleo de inmenso placer. La proximidad de aquella carne tierna y delicada le ponía el pulso tremulento. De un salto se subió a la cuna e introdujo todo el cuerpo decidido a comérselo allí mismo. 

A través de la oscuridad vio la fragilidad de su victima. Finalmente había pasado adentro. Él estaba feliz y babeaba sonriente. ¡Por fin! Ya no podía contenerse y, quiso agarrarlo de súbito, sin embargo, sus manos no llegaron a alcanzarlo por la presencia del mosquitero. De no ser por eso, hubiera ido derecho a su captura. Intentó levantar el tul con paciencia, pero entretanto más revolvía la tela para librarse de ella, mayor era su enredo. Como no pudo quitar la red, se propuso partirla a mordiscos... la falta de algunos dientes, le impidió hacerle ni un sólo rasguño. ¿Tanto sufrimiento para nada?... Eso ni soñarlo, rumió. Se abalanzó sobre el infante, tul y todo, mordisqueando implacable cuánto se ponía al alcance de su boca. Fue entonces cuando el bebé empezó a llorar. 

Los alarmantes berridos alertaron a la madre de inmediato. La tirantez de la tela era mayor por el peso muerto del extraño, e impedía que las mordeduras alcanzasen la carne, pero, con los manotazos y los pataleos del feroz ser, las anillas que sujetaban el tul al riel de la estructura curvilínea del mosquitero, empezaban a descoserse. Un segundo más y... La madre se abalanzó sobre la cuna, y, sacando al agresor con una sola mano, le pegó un sonoro cachetazo.



— ¡Aaaaay, bicho malo! Tomasín, ¿cuántas veces te he dicho que dejes en paz a tu hermano?






© 2008, Ainhoa Núñez Reyes

1ª edición

ISBN:978-1-4461-3882-3

DL: LEÓN-1075-2010

Impreso en España / Printed in Spain

Estos relatos están inscritos en el Registro General de la Propiedad Intelectual de León. Número de asiento 00/2009/669


bailarinas de ballet, pintura del cuerpo, arte, pintura, relatos, poesía, escultura, dibujo, carbocillo

sábado, 24 de agosto de 2013

La escapatoria

Casa sobre zona pantanosa


La escapatoria



Aquella tarde, una bandada de pájaros cruzaba el cielo grisáceo y sus graznidos eran como un augurio de algo adverso. Yo volvía caminando del pueblo cargando en los brazos la compra semanal y, a cada paso que daba, un rayo lejano se dejaba atrapar por el trueno pocos segundos después. El trote de mis pisadas se fue acelerando al compás del ritmo arrebatado de mi corazón. No podía respirar, el aire se volvió viciado y denso. Luché por encontrar sosiego bajo aquel cielo plomizo que amenazaba con caer sobre mí como una pesada losa. Cada vez lo veía más cercano... El mundo se plegaba en torno a mí, y sin poderlo impedir, sentí ansiedad y recelo.

No queriendo contemplar las nubes que anunciaban lluvia, bajé la cabeza y fijé con la mente un punto en el espacio. Aunque mirase al suelo, sabía que mi instinto me llevaría a casa con la habilidad de un ciego, pero no pude evitar que a cada zancada nerviosa, el pánico clavara sus uñas con más certeza en mi ánimo, y al llegar frente al quicio de la puerta, el miedo ya se había apoderado de mis pensamientos por completo. 

Dentro de la casa se podía respirar. El aire pesaba menos. Permanecí un rato mirando el espectáculo de luces y resonancias intimidatorias que se desarrollaban en el cielo. Los rayos y los truenos me amedrentaban pero lo que no podía soportar, era percibir en el aire la llegada de la lluvia. No sé por qué. Esa maldita lluvia fría que estaba a punto de caer mojándolo todo me angustiaba, como si me persiguiera, obligándome a contemplarla un millón de veces desde la ventana. Avivé el fuego de la chimenea que conservaba aún un agradable calor gracias al rescoldo matutino. Fui vaciando las bolsas en los armarios, y puse la tetera en el fuego. 

Mis pensamientos se tornaron recuerdos mirando la llama del fogón de gas. Con sus chisporroteos incandescentes, olvidé la amenaza de la tormenta de forma gradual. No recuerdo qué pensaba cuando el pitido de la válvula me despertó de mis vacilaciones. Entonces me acordé de Roberto. ¿Dónde estaría? ¿Le habría sorprendido la tormenta en medio de la nada? Ya debería estar en casa.

Fuera, la lluvia caía sobre los campos secos, y yo, inquieta, avistaba el horizonte en busca de algún rastro de él por las ventanas. El agua ya desbordaba los linderos y mi corazón empezó a latir con premura. Quise poner excusas lógicas para la tardanza, mas cuando la noche sombreó la tarde, a cada trueno se me encogía el alma. El temporal arrastraba todo cuanto se interponía en su camino. Gran parte de lo que había sido mi huerto, en aquellos momentos, solo era un barrizal. Tenía que salir a buscarlo. Sin coger nada de la casa me aventuré a salir al prado. Lo llamé a gritos durante horas, hasta que prácticamente caí exhausta al suelo. No sé cuanto tiempo estuve desmayada, pero al despertar ya era noche cerrada.

En aquel instante maldije mi idea de vivir aislada del mundo. No tenía teléfono ni a quién pedir ayuda. El pueblo quedaba lejos y, con aquella tormenta, hubiese sido imposible llegar. Sola y derrotada como un capitán que se queda el último ante el desastre, regresé hundida a casa. Una extraña pereza se apodero de mi cuerpo. Mis músculos no me querían obedecer. Lentamente me cambié de ropa y cuando me secaba el pelo con una toalla frente al ventanal de la salita, un ruido venido del cielo estalló en el suelo, descargando en él, toda la rabia del averno. La casa tembló durante unos segundos, luego, poco a poco, encontró equilibrio nuevamente. 

La tormenta, lejos de amainar, soplaba con más dureza contra los tablones de madera y por cada resquicio que el tiempo había horadado en ella, el frío entraba silbando de manera siniestra. Por los cristales veía los campos anegados de agua y los árboles desplomados por el castigo del vendaval. Qué extraña parece la naturaleza cuando nos espanta, sin embargo, deberíamos verla con la misma llaneza con la que nos admiramos de la forma de una montaña moldeada por el viento, o con la misma emoción que escuchamos en trinar de un pájaro o el sonido vivo de un manantial. Todo forma parte de ella. La armonía del Tao, el yin y el yang.

Fueron pasando las horas en el reloj de cuco de la salita. Aquel pájaro cobarde cada vez se arriesgaba menos a salir del hogar, como si temiese que sus alas de madera se le fuesen a mojar. La noche se hizo eterna en mi pecho... ¿Qué habría sido de él? Me lo imaginaba extraviado y abatido en el campo con la humedad metida hasta los huesos. Acerqué el sofá al ventanal y eché algunos troncos a la chimenea. Descorrí al máximo las cortinas y me tumbé contemplando la noche sin estrellas en espera de que él volviera. Lloré. Lloré todas las lágrimas que tenía dentro, y al amanecer, con la aurora despertando detrás de las colinas empantanadas, me fui quedando dormida.

Eran las tres de la tarde cuando desperté angustiada. Miré a mí alrededor y no vi su gabán en el perchero, tampoco note su olor en la casa. Aún permanecía fuera. ¿Dónde estaría? Otra vez las lágrimas empezaron a resbalar por mi rostro. Pero, esta vez, no eran lágrimas normales. Sólo era exceso de líquido en mi interior. No sentía dolor, ni tristeza, era algo fisiológico, una necesitad del cuerpo que yo no podía evitar. Quién sabe si durante ese tiempo me había sucedido algo de lo que no era consciente que se traducía ahora, en aquel salobre fluido físico. 

Tomé una taza de té caliente y salí fuera. El agua ya caía sumisa en diminutas gotas sobre el tejado. Lluvia y muerte siempre van juntas en mi mente. Quizás, entonces solo lloraba rememorando viejos lutos. Todo lo que podía divisar con la vista estaba baldío y desolado... y Roberto no estaba conmigo. Sentí dentro de mí una calma quebradiza mientras intuía que aún había esperanza. Seguramente estuviese en la casa de algún vecino tomando café caliente mientras yo desvariaba con hipótesis aciagas. Sí, eso sería. Sería eso.

Como si estuviese arrepentido del destrozo causado, a las cinco de la tarde el tiempo cambio de súbito. Las nubes ennegrecidas se fueron alejando movidas por una suave brisa, y el sol, que llevaba desaparecido desde el día anterior, ocupando su lugar en el firmamento, calentaba iluminando con fervor el enorme lodazal que había dejado la fuerte lluvia a su paso.

Pude entonces ir al pueblo y preguntar por él. Pero nadie me dio noticias alentadoras. La mayoría hacía meses que no lo veían. Él era así. Encerrado en su mundo sin prestar atención a los demás. Nunca le interesó mantener una vida social normal. Su mundo era yo, me decía siempre, y con el paso de los años se había vuelto un asceta solitario. Invariablemente era yo la que bajaba a comprar provisiones, o a hacer cualquier recado. Él se pasaba las horas trabajando con sus traducciones de libros antiguos en el desván y sólo salía dos días al mes a llevar las traducciones a la capital y a recoger el cheque de los honorarios. El día anterior fue uno de esos.

El camino del pueblo estaba todavía enfangado y decidí ir por el camino viejo, monte a través, subiendo la Loma de los Abedules Plateados, desde donde se veía las tierras de la nueva maestra del pueblo. Los viejos árboles, por suerte habían aguantado el temporal, solo algunas ramas pequeñas se veían cortadas y arremolinadas en el declive de la loma. Aproveché el viaje para recoger hojas de abedul y ortigas para preparar ungüentos y, ya me marchaba cuando al trasluz, por entre el espeso ramaje, vi un coche aparcado en la puerta. Un coche igual que el de Roberto. Entonces mis ojos sonrieron de la alegría. Roberto estaba a salvo.

Corrí ladera abajo todo cuanto me dieron las piernas. Solamente quería volverlo a ver. En el dintel, me paré unos segundos antes de llamar. No quería que la maestra me viese tan alterada. Era una mujer de ciudad y había recorrido mucho mundo. Seguro que al verme respirando con dificultad, pondría esa sonrisita de superioridad que ponía a todo aquel que, o no había salido del pueblo, o no había cursado estudios, o ambas cosas como me sucedía a mí. De todas las casas del pueblo, Roberto había ido a refugiarse en aquella. Sabiendo los dos qué arrogante era Brígida, la maestra, cuando volviésemos a casa, nos reiríamos de la ocurrencia.

A punto estuve de timbrar. Pero unas palabras melosas de Roberto, me lo impidieron. ¿A quién llamaba vida si su vida era yo? Me acerqué a la ventana y los vi. Roberto se ponía el sombrero y el gabán, mientras que la puta de Brígida se los volvía a quitar. No quiero irme, cielo, fue lo último que escuché de su boca antes de empezar a correr. Corría huyendo de él. Corría huyendo de mí. Al llegara casa me di cuenta de que no podía huir... No podía esconderme para siempre. 

Roberto tardó en aparecer y cuando llegó, ya me había dado una ducha y me había cortado el pelo. Al contrario que a él, a mí siempre me gustó tenerlo corto. Ese día aproveché la Luna menguante para que me creciera más despacio y no tener que estar retocándolo cada dos por tres. Lo esperé en el desván y le dije sube cariño, en el momento que lo oí vocear mi nombre. Yo estaba limpiando sus cosas: libracos, cuadernos, lápices, un telescopio roto, un sillón cojo de un rey Luís no sé cuántos, un calidoscopio... Roberto era un ser simétrico, atesoraba objetos valiosos y útiles, en la misma cantidad que arrinconaba trastos quebrados e inútiles. Supongo que esa misma simetría era la que le llevaba ante mí o ante Brígida. Creo que cuando me vio con la melena cortaba, sentada en su sillón cojo, limpiando el viejo Springfield, adivinó que yo lo sabía y lo que iba a suceder.

—Hola, Estela, supongo que querrás una explicación... la hay.

—Ni te la pedí, ni la quiero —dije aguantando las lágrimas en el lagrimal para que no se diera cuenta que mi aptitud fría era totalmente impostada. No quería escuchar sucias mentiras y no esperé a que me hablara...

Cayó la noche, esta vez, apacible después de la tempestad, y me dispuse a pasarla con una nueva esperanza... Quizás algún día regresara el Roberto que yo conocía. En este momento recuerdo, una mañana imprecisa como aquella del temporal, cuando mandándole un beso vi su silueta acercándose al automóvil que lo alejó de mí para siempre. Es curioso cómo pasa todo... 


****


Roberto finalmente regresó a casa en el momento que estallaba la tormenta. Los rayos estaban cada vez más próximos y se vio envuelto en una lluvia torrencial. La mañana había sido un coñazo. La secretaria de la editorial no había ido al trabajo, por lo tanto el cheque no estaba preparado, ni el banco abierto cuando lo estuvo, así que hubo de esperar a que su jefe cerrase la caja del día para cobrar en metálico. Aún le quedaba una hora de trayecto cuando se vio obligado a parar. Imposible seguir la marcha. La carretera estaba completamente intransitable, y tomó el atajo de la Loma de los Abedules Plateados. La trocha estaba peor que la carretera. Suerte que a pocos metros estaba la casa de Brígida y se podía refugiar. Lo único que le preocupaba era cómo podía avisar a Estela. Estela, su dulce Estela estaría pasándolo mal. Le dieron ganas de aparcar el coche y seguir a pie, pero las palabras prudentes de la maestra, consiguieron detenerle. 

No fue una buena noche para él. Como sabía que no podría pegar ojo, se sentó en un sillón al lado de la ventana mirando el cielo. Sólo podía pensar en Estela. ¿Cómo estaría? Aquella mañana al dirigirse al automóvil, ella le mandó un beso volador y él lo recogió entre las manos, aún lo llevaba guardado en el bolsillo de la chaqueta. 

                                                                            ****

Brígida estaba nerviosa. No estaba bien visto que un hombre se quedase a dormir en la casa de una mujer soltera. Ella era nueva por allí, no se sabía los acordes, pero se sabía de sobra la letra. Si alguien lo viese salir se estaría jugando el empleo, y por consiguiente, las habichuelas. Por otra parte, apenas si conocía al traductor. Tenía fama de anacoreta y se había casado con una aldeana yerbatera. Buena mezcla, pensó. Perfectamente podría ser un psicópata enfermizo, o un violador... Así que para curarse en salud, en la taza de café que le ofreció, le puso unos cuantos sedantes. Ni eso la tranquilizó. Hasta bien entrada la madrugada, no pudo alcanzar el sueño.

Sonaban cuatro campanadas en el reloj de la salita en el instante que Brígida despertó. Estaba en la planta de arriba, tumbada en la cama sin acordarse ni un instante del auxiliado de la salita. No fue hasta que se calzó las zapatillas, se abrigó con una bata guateada y se agarró al pasamano de la escalera que lo recordó, y drásticamente, el recuerdo la sobrecogió. ¿Aún tendría al extraño en su casa? Era muy tarde. Tal vez el cenobita presunto violador ya se hubiese marchado. Bajó despacio y lo vio en el suelo desmayado... Inmediatamente pensó en las pastillas. Le había resultado difícil calcular la dosis exacta para un hombre, además, tan grande como aquel que seguramente pesaría más de cien kilos, cuando ella, no rebasaba ni cincuenta, y con sólo un comprimido le bastaba para dormir toda la noche.

Intentó ponerlo de pie pero únicamente consiguió levantarle los brazos. ¿Estaría muerto? ¡Dios, mío!, gritó, qué he hecho. Ese grito fue suficiente para despertar al durmiente... Pero ponerlo de pie era otra cosa. Estuvo golpeándole en la cara y llamándolo por su nombre, pero él sólo sonreía e intentaba besarla llamándole Estela. Hasta una hora y tres cafés sin droga más tarde, el narcotizado no se reincorporó. Aún de pie, seguía confundido y negándose a marchar. .. Se puso muy pesado con eso. Cuando le llamó: cari, vida y unos cuantos vocablos amorosos, y se puso el gabán al revés, y el sombrero torcido... Brígida comprendió que aquel hombre no estaba en condiciones para marchar a ningún sitio. Se los quitó y llevándolo al sofá, lo recostó como buenamente pudo. Si se llevaba a saber del casi homicidio impremeditado, aunque imprudente, tras de su corta estancia en el pueblo, tendría que pasar una larga estancia en la cárcel.

Roberto, al despertar posteriormente, no sabía dónde estaba. Esos muebles, esas cortinas... no le resultaban familiares. Pero al ver la cara asustada de Brígida, lo recordó todo... o, casi todo. Él se quedó dormido en un sillón cerca de la ventana, y no tenía ni idea de como había llegado al sofá. 

La maestra se lo explicó a su manera pues, de ninguna forma podía confesarle lo de las pastillas, y achacó su falta de recuerdos a una fiebre infernal que le mantuvo tumbado en el sofá toda la noche. Roberto le dio las gracias avergonzado y le pidió perdón por haber sido un invitado tan molesto. Luego se despidió y condujo veloz hasta su casa.

Sacó las llaves para abrir la puerta pero ya estaba abierta. Le extraño que Estela no le recibiese... Necesariamente tendría que haber oído el motor del coche. Miró al perchero de la entrada. Allí estaban su chubasquero y, al lado, sus botas de agua embarradas. Quizás estuviese en el baño, fue y nada... ¡Qué extraño!, recapacitó y se dispuso a llamarla. Su voz dulce y cantarina le respondió desde el desván, y pensó que seguramente se refugió allí para sentirse más segura. Su pobre niña... Ahora se arrepintió de haber hecho caso a Brígida. Lamentaba en su interior no haber caminado hasta casa, y haber dejado tanto tiempo sola a Estela.

Subió los estrechos peldaños de la escalera de madera del desván, y uno a uno, crujieron a su pasó. Empujó la puerta semiabierta y allí estaba la tierna Estela sentada en su sillón, sin la larga melena que él adoraba... En un suspiro lo entendió todo. Lo había dado por muerto y ahora no entendía, cómo sin estarlo, llegaba tan tarde y tranquilo. Se lo intentó explicar pero no tuvo tiempo... Vio un fogonazo, escuchó un disparo y se desvaneció subiendo al cielo.


****


Roberto no podía creer que estuviese muerto por más que San Pedro quisiera llevarle adentro. Se negaba a entrar, porque afirmaba que alguien se había equivocado o, debía ser un error burocrático... Estela, jamás, haría eso. 

San Pedro, aún sin tener prisa, tomó cartas en el asunto. Por su oficio, ya había tratado con más pesados de aquellos y sabía que seguiría erre que erre por toda la eternidad a menos que le pusieran un vídeo. Aún así, el hombre no podía entender cómo su mujer había supuesto eso. Lo que dijo de una tal Brígida no se pudo oír porque en el cielo, todos los insultos, son censurados con silencio. 

Roberto se cerró en banda, rehusando a asumir que de esa forma absurda se había cegado su vida... No era justo, y por milésima vez no quiso entrar en la gloria. Suplicó y suplicó por otra oportunidad de volver a estar vivo, hasta que todos los Santos del Cielo le hablaron de la escapatoria. Era el único recurso para aquellos que dejaron algo por concluir, le dijeron, pero rara vez funcionaba... siempre volvían pronto y con la tarea aún por hacer, a pesar de que podía utilizarse infinitas veces.

San Pedro le dejó intentarlo, pero con la condición de que al regresar no podría recordar que estuvo muerto, ni nada de lo vivido después de esa fecha. Roberto aceptó sin entender muy bien lo que le decían. En el momento de partir, cuando ya se desvanecía, algunos ángeles le decían que no lo hiciese porque todos regresaban con la misma cara de confusión con la que llegaron al paraíso.


****

Roberto finalmente regresó a casa en el momento que estallaba la tormenta. Los rayos estaban cada vez más próximos y se vio envuelto en una lluvia torrencial. La mañana había sido un coñazo. La secretaria de la editorial no había ido al trabajo, por lo tanto el cheque no estaba preparado, ni el banco abierto cuando lo estuvo, así que hubo de esperar a que su jefe cerrase la caja del día para cobrar en metálico. ..

La escapatoria

©Ainhoa Núñez Reyes

jueves, 16 de mayo de 2013

Hasta que la muerte os separe

ilustración gráfica, matrimonio
Ilustración: Hasta que la muerte os separe,  ©Puñués.

Andrea se despierta durante la noche. Mira a su costado y descubre que su marido no está. Es extraño. Rodolfo siempre duerme como un lirón. Es más, cada mañana tiene que ser ella quien lo levante de la cama para ir al trabajo. Asustada se pone la bata y baja las escaleras. ¿Dónde estará? No tiene que buscar mucho. Lo encuentra sentado a la mesa de la cocina con una taza de té caliente delante de él. Rodolfo parece estar sumido en una honda abstracción: despeinado y tembloroso, mira fijamente la pared. Ella observa cómo se limpia una lágrima que se escurre de sus ojos, mientras toma un sorbo de té. "¿Qué te pasa, cariño? -susurra entrando en la habitación-, ¿por qué estás aquí a estas horas de la noche?”
 El marido levanta la vista del té: "Solo estoy recordando…  Nos conocimos hace ya…  20 años y… empezamos a salir. Tú tenías 16,  ¿lo recuerdas?”  Andrea se ​​seca las lágrimas porque ahora es ella la que comienza a llorar.  Su marido es tan cariñoso, tan sensible… “Sí, lo recuerdo” -responde. El hombre hace una pausa. Las palabras no le salían con facilidad. "¿Recuerdas cuando tu padre nos pilló en el asiento trasero de mi coche?”  "Sí, lo recuerdo- dijo Andrea dejándose caer en una silla a su lado”. "¿Y te acuerdas cuándo me apuntó la escopeta a la cara y gritó:" O te casas con mi hija o te envío a la cárcel 20 años” "Lo recuerdo también- respondió ella con un hilo de voz".  Rodolfo se incorpora y se limpia otra lágrima de la mejilla: “Si hubiera elegido la segunda opción, habría salido  hoy”.

©Ainhoa Núñez Reyes



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