Cada día estaba un poco más sucio que el día anterior, y por qué no decirlo, un poco más confundido, pues aunque bien sabía que soy diferente a los demás, esa diferencia resulta incoherente e invisible a unos ojos bondadosos y humanos. Mi confianza empezaba a flaquear. Las calles se enredaban en mi mente como recuerdos lejanos, una y otra vez me hacían sucumbir ante una maraña de pensamientos. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que paseara por ellas por última vez? A mi alrededor, la gente gritaba sudorosa entre risas y aspavientos inútiles. En un ir y venir frenético, carente de sentido del equilibrio, una extraña e imprevisible forma de consuelo festivo, se apoderaba de todos ellos.
Tras felicitarme por mi caracterización, mi vivo retrato sugirió que bebiese con él mientras tropezaba tambaleante con un banco. ¿Qué pasaba en el mundo?, ¿ya no era un monstruo, un malvado engendro de la ciencia, una aberración del egocentrismo humano? Yo soy la demostración viviente de que algo falla en el hombre, por eso y no por mí mismo, tengo que vivir escondido. Empecé a adoptar yo también el disfraz que me habían impuesto y por unas horas me sumergí en las negruras espesas de la gran ciudad.
Supongo que es imposible entrar en la soledad de otro. Sólo podemos intuirla en la medida en que el otro quiere darla a conocer. Observaba absurdamente al gentío, el aire, a pesar de las risas desprendía un aroma a desamparo. Tantos abrazos y bailes de carnaval ocultaban un mensaje tácito: encerrada entre palabras, la soledad muda se expresaba a gritos. Aquellos hombres estaban tan solos como yo. Y decidí volver. Volver a todo lo que conozco, a mi flauta, a mis viejos libros y a mis nuevos pensamientos. Ahora sé que no soy tan distinto y que, desgraciadamente, no soy el hombre más solo del mundo.