A vueltas: ©Puñués
El miedo es estar en casa un domingo y, mientras haces trencitas a tu hija pequeña, te distraes mirando cómo se la pega Fernando Alonso en Magny-Cours. ¡Diooos!, ¡qué cabreo!, ¡si no llevase “una burra” se iba a enterar el Chumaker o Schumacher, o cómo sea que se diga! Toda la semana esperas a la carrera: ansiosa, nerviosa, esperanzada a ver si de una vez David se merienda a Goliat, ¿¡para esto...!? ¡Me cago en los inconvenientes! Pues bueno, ¡a otra cosa mariposa!, y dejas lo que hacías, no sin las protestas lógicas de la guaja. ¡Cariño, no te enfades!, luego sigo, ahora vamos a comer, le dices.
Al tiempo que preparas una salsa de aceite, vinagre y pimentón para las puntillas fritas, continúas enredando la madeja. ¡Qué fallo más tonto!, ¿en qué estaría pensando el Nano para acercarse tanto al muro?, ¡cuándo no es por una cosa es por otra!, y pones al fuego la sartén con el aceite para que se vaya calentando. Sacas los cubiertos del cajón; los vasos y platos de la alhacena y, acercas arrastrando la trona a la mesa. Entretanto, ves venir a tu pequeña revoltosa que va enseñando las manos limpias, aún mojadas, por encima de su cabeza. Te ríes y al girar para ver cómo está la sartén, un extraño mareo frío te atrapa.
Retiras la sartén del fuego por si acaso. La sensación avanza, crece... Te tienes que sentar en el banco de la cocina. Te tumbas y mientras oyes la voz lejana de tu marido que pregunta: “¿Qué te pasa, cari?” Cierras los ojos e inmediatamente los vuelves a abrir. Allí está la vecina que apareció por arte de birlibirloque. Ella, con cara de asustada, pincha tu dedo con una lanceta de análisis de glucosa y tú te das cuenta que no lo sentiste. Algo le pasa a tu mano, está acolchada, hormiguea y empieza a tiritar. Todo tu cuerpo tirita.
Te pones de pie y apagas la vitrocerámica. Empiezas a sentir ruidos distantes que se acercan, casi los entiendes, casi pero no… Se aproximan, se aproximan, ¡ahora sí!, y dicen: “¡Cari, cari!, ¿qué tal estás?” Bien, te oyes contestar: y siguen: “¿Vamos al médico?” Tú asientes con la cabeza.
Coges una chaqueta del perchero. Te cuesta sentirte cómoda con ella. Vas al baño, te lavas las manos y la cara, están muy sudadas. ¿Cómo puede ser si tienes frío? Miras al espejo que te devuelve una imagen difusa de ti. Te pareces pero no eres tú.
Tardas tres minutos en llegar al consultorio. Tu marido se queda aparcando. Caminas por inercia, te vas dejando llevar como un barco en alta mar por las olas. Tus pies no llegan al suelo porque sientes que algo va tirando de ti hacia arriba. Caminas, caminas, arrastrando tu cuerpo, con el alma de puntillas.
Necesitas sentarte antes de que el vértigo se apodere de ti. Entras en la consulta y te sientas en la silla que ves más próxima. Dices tu nombre, lo que sientes, y entonces contemplas la cara, poco prometedora de desconcierto de la doctora que se levanta y le dice a tu marido: “¿Esta chica siempre es así?” ¿Así?, ¿cómo que así? Te levantas indignada para contestarle como se merece y, al hacerlo, notas que tu voz no suena igual. Los sonidos se enmarañan, se atascan, se ralentizan hasta que dejan de existir. Algo llegó. Tú lo sabes. El miedo te atrapa y tú quieres huir. ¿Huir?, ¿pero cómo?, y, ¿a dónde? ¡No, no! Esto no está pasando. Te quieres despertar y corres sin ir a ninguna parte porque una pierna te falla. Te sientes caer al suelo. Cierras los ojos por un segundo y, otra vez aparece la magia…
Ahora estás sobre una camilla y tienes puesta una vía en el brazo izquierdo. Todos te miran como si estuviesen mirando a otra persona. Te sientes lejana, fuera de ti y tú quieres volver. ¿Qué te pasa? Intentas incorporarte pero tu cuerpo no te obedece. Te sientes atrapada internamente. Llega la angustia. Va oprimiendo tu garganta, acelera tu corazón. Quieres gritar pero no puedes. Ese horror que sientes dentro se va apoderando de ti. Palpita, palpita y se retuerce. Se arrima a tu costado y se lo lleva. Todo tu cuerpo le pertenece, te lo robó. Sólo tu marido parece darse cuenta de lo que estás sufriendo y se resiste a creer lo que dice la doctora. Ataque de ansiedad, ataque de ansiedad, ataque de ansiedad. Las palabras se repiten en tu mente confundida cuando oyes decir a tu voz interior: no, no es eso, lucha, lucha, pero… ¿cómo?, ¿con quién?
Después de discutir mucho la doctora, por fin, te manda al hospital.
La ambulancia suena a tu alrededor, el mundo se difumina, se aleja, se quiere ir. Tú te resistes de la única manera que encuentras y te niegas a cerrar los ojos. No quieres cerrarlos. Tu mente te dice que si los cierras, no los volverás a abrir, que si los cierras, tú no serás más tú.
Llegas al hospital. El traqueteo de la camilla parece amortiguado por esa extraña bruma que envuelve todo: los pasillos, las luces, los olores, las caras... Allí nadie pregunta. Te miran y parecen saber lo que te pasa. Si lo saben, ¿por qué se callan? Tú quieres saberlo. Lo necesitas… pero nadie te dice nada. Te llevan, te traen sin hablar contigo, como si no existieras... Entonces, lo piensas. ¿Estaré muerta? Gritas, ¡estoy aquí!, pero tus labios no se mueven. Nadie te oye. Agarras con un esfuerzo supremo a una enfermera y le quitas el bolígrafo del bolsillo. Ella parece entender y te acerca una hoja mientras te dice: ¡no vas a poder!
¡Ja!, le dices con la mente, ¿qué no?, ¡ahora verás! Intentas escribir una y otra vez, hasta que cansada, te das cuenta que, ya no sabes escribir, ni hablar, ni moverte. Lloras teniendo la certeza de que hasta ese momento, no sabías lo que era llorar, ni siquiera quién eras, ni lo que podías superar.
En este instante ya sabes que el monstruo ha venido. Sientes su dentellada feroz atravesándote la cabeza. Acostúmbrate. Llevarás su cicatriz el resto de tus días.
©Ainhoa Núñez
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