Ellos © Puñués |
Los monjes ancianos del monasterio de la Bénisson-Dieu aceptaban con resignación las miserias de la vida, pero los más jóvenes, en cambio: parecían estar sumergidos en una continua frustración. No es difícil de comprender puesto que la mayoría de ellos eran religiosos por imposición. Pertenecían a la baja nobleza, y esa era la manera más barata y sencilla de dar prestancia social a las familias cargadas de hijos, en un mundo donde sólo el mayor, heredaba las riquezas del padre. No era de extrañar, las constantes guerras fratricidas, que ayudadas por los brotes de peste y más aún, la falta de higiene: desarbolaban el panorama social.
Pero eso al padre Arnaud, poco le importaba. De hecho a él, sólo le competía, aviar la despensa con los diezmos de los campesinos y encargarse de la recolección de la cosecha del monasterio. Esa era su labor y prescindía de todo lo demás. Se podría decir que era un fiel ciervo del Señor y que cumplía al detalle cada obligación. Nunca descuidó un oficio por muy vespertino o mañanero que fuese. Nunca faltó al respeto, ni miro con desaire a nadie por muy descabellada que le pareciesen sus ideas y palabras, al contrario, se mostraba sereno y benevolente. Al fin y al cabo, era, por obra y gracia de Dios, el de más edad y juicio.
Personalmente, no le gustaban los cambios. Solía decir que si Dios así lo había querido, ningún alto hombre, por sabio y pío que fuera, debía decidir lo contrario. Por eso, empezó a estar preocupado por la actitud ignominiosa del nuevo prior. Llegó a creer que tras varia semanas se calmarían los empeños del recién llegado y todo volvería a la normalidad y su dejadez pacifica y acostumbrada. Lejos de ello, se mostraba cruel y ofensivo: pasándose la jornada fustigando obstinado y irracional por todo lo que a él le parecían graves pecados, como la falta de limpieza en los establos y en la recamara común, la cual se negó a compartir encargando al carpintero una propia donde acomodar su jergón. Así fue como se apartó de la costumbre, hasta entonces arraigada, de compartir intimidad, ronquidos y hedores entre los hermanos.
Pensaba Arnaud que, no conforme con tales aberraciones, obligarlos también a quitar las malas hierbas del piso de la iglesia, a lavar los hábitos y las barricas de vino, a defecar en la letrina, incluso, les exigía aseo mensual: cuando de todos es sabido que el gusto por el baño es poco piadoso y petulante... Era, del todo, corrompido y diabólico. Las abluciones, el cristiano justo las debe evitar ganando por ello en prudencia y en santidad. El agua, además de desagradable, podía ser mortal en las muchas enfermedades que provoca: una buena capa de mugre, protege, quitarla sería perversión insana. Por eso, el prior estaba enfermo. Nada tenía que ver las infusiones matutinas preparadas con reverencia por él, eso, sólo aceleraba los efectos nocivos del agua. En su magnificencia encontró el remedio más justo y sensato: la muerte rápida y compasiva de un hombre, contra la lenta y agónica de todo el monasterio.
© Ainhoa Núñez Reyes