Una única respuesta
“Todas las familias felices son parecidas; todas las familias desdichadas son desdichadas a su modo.” Anna Karenina. Leon Tolstoi.
Era la primera vez, desde que abandoné la facultad, que regresaba a casa, si se puede decir a casa, al lugar donde presencié la caída en picado de todos y cada unos de mis sueños infantiles. Así que no fue el azar quien me recondujo a aquellos paramos de Castilla, sino el deseo de encontrar respuestas a tantas preguntas. Por muchos años, había evitado la confrontación, y, ahora quería tenerla. Era mi catarsis, la purga de los sentimientos que habían perturbado mi equilibrio nervioso desde pequeña, convirtiéndose en enfermedad. Sé que siempre he estado enferma del alma y en ese momento necesitaba ahuyentar a tantos fantasmas que rondaban mis noches.
Hay enfermedades que te matan rápido. Un plisplás y... Nadie se lo espera. Son las mejores. Luego cuando te recuerdan siempre dicen qué tragedia o con lo joven que era. Te convierten en santo o santa aunque fuésemos unos calaveras. Entonces dicen que te has perdido mucho porque te quedaba muchos años y que ha sido, una gran perdida. Morirse joven engrandece. En cambio, morirse de a poco, como antiguamente hacían los tísicos, te denigra. Luego cuando te recuerdan siempre dicen qué a gusto estará ahora o para estar sufriendo, mejor muerto. Esas dos varas de medir que existe en la muerte, también existe en la vida.
Si eres o aparentas ser simpático, cumples o simulas cumplir con las obligaciones y costumbres establecidas, no haces daño a otros o si se lo haces, los demás no se enteran, siempre dices la verdad o haces que tus mentiras sean creíbles, la vida te ira sobre ruedas.
Aún recuerdo al hombre hostil que era mi padre, y digo era, no porque ya no lo sea; sino porque el alzheimer lo borró por completo. Sigo pensando que si ocurriese un milagro o, un medicamento lo devolviese de nuevo a la realidad, seguiría siendo el de antaño: Hay cosas que nunca cambian por más que la vida lo intente.
Ahí estaba yo. Como un suicida acercándose el cañón a la boca. Mis latidos corrían rápido, procurando alcanzar a la sangre que galopaba inquieta detrás del pulmón. Ya no había vuelta a atrás. Un afán enfermizo de saber para seguir viviendo, me guía bajo las ruedas del tren; como la dulce e ingenua, Anna Karerina, sólo piensa en cómo será recordada mañana, cuando está a punto de morir.
Llamo a la puerta. Parece que nadie me oye. Golpeo con más fuerza y la madera retrocede con un quejido. Empujo despacio. Todo está silencioso. Los viejos muebles con las mismas viejas ralladuras. Las alfombras con las manchas conocidas. El tiempo mantuvo las cosas en igual modo que en mi memoria. Mi madre, sin duda, así lo había querido. En sus dos últimas cartas, rememora todo a su capricho. La soledad le hace creer que vivimos felices en aquella casa. Si no quería quedarme siempre con la duda, era el justo momento para preguntarle, por qué había dejado que mi padre abusara de mí. Mi corazón reclamaba un simple: “No me di cuenta”. No podía soportar la idea de que ella lo supiese. Es mi madre. Estuve dentro de ella y por ella volvía a casa. Pero aquí nadie me espera.
Suena la alarma de un reloj en la cocina.
-¿Mamá?
Me acerco y veo una nota sobre la encimera: “Apaga el horno y sube a tu habitación. Tengo preparada una sorpresa para ti”.
¡Vaya! Eso era todo. Ni un beso, ni un bienvenida. Subí los peldaños carcomidos por las pisadas, cansados de subir y bajar sin moverse del sitio. En la habitación sólo había una carta encima de la cama. Abrí el sobre y leí.
“Mi vida no tiene sentido. No encontré lo que buscaba y es por eso que ahora regreso al único lugar donde fui feliz para morir en paz.”
No podía creer que esas líneas estuviesen firmadas con mi nombre, y tampoco podía creer que mi madre me apuntase con una pistola desde el umbral.
-¿Por qué me dejaste sola con él? No lo harás nunca más. Viviremos juntas para siempre- y disparó.
© Ainhoa Núñez Reyes