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Carne de cañón by Puñués |
Me estoy muriendo.
Cierro los ojos. Mi pecho expulsa con dificultad un tímido aliento. Todo se vuelve oscuridad.
Los edificios, testigos mudos, se alzan inmóviles en la negrura de la noche, insensibles a mi sufrimiento. No sé si veo o imagino los rostros de curiosos que se asoman por las ventanas, momentos antes, vacías.
¿Están?
¿Me miran?
¿Estoy?
¿Los miro?
A lo lejos se abre una puerta. Las luces están encendidas y puedo oír la voz de mi madre llamándome para cenar. Deseo estar allí. Levantarme y caminar hacia mi hogar. Sonrío. No pienso en nada. Me siento seguro, feliz de haber vuelto.
No hace ni media hora que salí de casa, y ahora mi cuerpo, tirado en la acera, se enfría rápidamente.
Nunca lo había entendido. Las ausencias, los deseos, las pérdidas, lo fácil, lo difícil, los líos… todos son uno. Nada es bueno o malo. Forman parte de lo mismo. En igual medida, en la misma proporción siempre son positivos. Vivir, vivir es positivo.
Debería haber sido fácil. Te atracan en un callejón, entregas lo que tengas y final de la historia. Sin disparos, sin sangre, sin víctimas. Pero a veces las cosas se complican.
Yo amo. Recuerdo una niñez feliz con mis padres. Echaré de menos a los colegas. No soporto pensar que nunca más veré los ojos de Isabel, ni esa manera suya, tan particular, de recogerse el pelo. El sexo. Echaré de menos el sexo. Las peleas, la mayoría innecesarias. El repetido llanto de ella… qué ironía. La hice llorar en vida y me arrepiento casi muerto.
Cada vez me cuesta más respirar, y no obstante, lo que antes no había tenido ningún significado para mí, ahora lo tiene.
Me río por dentro. ¡Qué estúpido! ¿Ya está? ¿Todo se acaba?
No puede ser. Alojo una pequeña esperanza de que alguien llegue, de que alguien pueda ayudarme, pero las calles abren sus oscuras gargantas, vacías y silenciosas, como… muertas.
Miro al cielo. Apenas hay estrellas que me acompañen. Tengo frío. Pierdo fuerza en las manos. Las manos son mi último cartucho. Se mantienen húmedas y calientes tratando de taponar el agujero que se abre en mi vientre.
Aquel hombre tenía una pistola y no la vi. Se la sacó mientras yo, asustado, cogía el dinero de la billetera.
Disparó. Caí al suelo. Luego, él recogió los billetes y la cartera… Se marchó dejándome tirado en el suelo.
¿Por qué había hecho aquello?
No fue necesario. Al fin y al cabo, solo soy un simple ladrón. Intentaba ganarme la vida de la única forma que sabía.
©Ainhoa Núñez Reyes